—¡Buenos días! ¿Es usted la esposa de Juan Francisco Navas?
—Si, ¿Quién pregunta por él?
—Me llamo Patricia, de atención al paciente del hospital 12
de octubre. Juan Francisco ha tenido un accidente, ha ingresado esta mañana en
urgencias.
—¿Qué? ¿Cómo ha sido? ¿Es grave?
—Está fuera de peligro, pero no sé mucho más. Cuando venga
traiga algo de ropa y utensilios para su aseo personal.
Las cosas no iban bien en los últimos tiempos. Compartían
casa, habitación y cama, como siempre, pero la chispa había desaparecido y las
complicidades también. Las discusiones eran constantes y los reproches
continuos. Su hijo era uno de los pocos nexos que les mantenía unidos.
Esa mañana, Juan Francisco salió temprano para ir a trabajar.
Fue andando hasta el metro que está a veinte minutos de casa. Nunca le ha
gustado ir justo de hora, pero últimamente menos, porque la empresa sobrevive a
duras penas, los pedidos escasean y se agarran a cualquier excusa para dar la
carta de despido. La pandemia lo ha trastocado todo. Es patronista en un taller
textil. La gente sale lo justo, la ropa no está entre sus prioridades, no se la
puede probar con la misma libertad y las tiendas de barrio, sus más fieles clientes,
están cerrando a un ritmo trepidante.
Hacía frío a esa hora de la mañana. Se puso la braga cubriéndose
nariz y orejas. Conectó la música en el móvil para estrenar sus cascos
inalámbricos, regalo de su hijo Andrés en el día del padre. Caminó a buen
ritmo, bajó las escaleras de acceso a la estación con soltura y cuando llegó al
vestíbulo y se bajó la braga, invitado por la temperatura más favorable del
interior, se dio cuenta de que no llevaba puesta la mascarilla. Se la había
dejado en casa. Justo en ese momento llegó a sus oídos el mensaje por megafonía
prohibiendo terminantemente viajar sin ella.
Las dudas le acometen. Ida y vuelta a por la mascarilla le llevaría cuarenta y cinco minutos y llegaría tardísimo a pesar de haber salido con holgura, así que decide subirse la braga de nuevo y entrar en el metro. Nadie se va a enterar si aguanta todo el trayecto con ella puesta. Cuando llegue a la empresa cogerá una de las muchas que tienen por allí. Las fabrican ellos. Es una de las pocas salidas que les ha quedado en estos tiempos. Así que acercó su tarjeta mensual al torno de acceso decidido a realizar el trayecto como negacionista clandestino.
Se agobia pensando en que si lo llegasen a descubrir le
pondrían un multazo y pasaría una vergüenza enorme, aparte de que la
gente le increparía con razón, pero no le queda otra alternativa. Llega al
andén, bastante concurrido a esas horas y espera a que aparezca el convoy.
Cuando hace la entrada en la estación y se abren las puertas se mete dentro,
entre toda la barahúnda circundante. Consigue llegar hasta un hueco próximo, el
que queda entre la unión de dos vagones, y apoya la espalda en la pared.
Desde allí contempla a la gente que lo rodea. Muchos están
mirando fijamente la pantalla de sus móviles, ajenos a todo, con los cascos
embutidos en los oídos. Los hay hablando a voces por teléfono de temas
variopintos y, en principio, privados. Se aprietan la oreja contraria, presionando
con los dedos, para que les llegue mejor el sonido del interlocutor. Otros leen
un libro, incluso estando de pie y con una mano agarrada a la barra. Juan Francisco
nunca se ha acostumbrado a leer con ruido y menos a pie firme. Necesita reposo
y silencio para centrarse en la historia, pero, en ocasiones, ha visto a gente andando
por los pasillos mientras sostiene un libro y lo va leyendo, expuestos a dar un
trompicón y romperse la crisma. Inconcebible para él. Unos pocos permanecen sumergidos
en sus pensamientos sin ningún objeto en las manos. Algunos, con mochila colgada
y zapatillas ajadas, sucias de barro o salpicadas de pintura, deben dirigirse
al tajo (albañiles, electricistas, pintores, fontaneros…). Un limpiacristales está
sujetando un cubo por el asa. Dentro, artículos de limpieza y una mopa. Tiene un
palo extensible agarrado con la misma mano.
Cada vez se agobia más. Nota como el sudor que desciende desde
la frente y las patillas, le inunda el cuello, debajo de la braga, a pesar de
haberse quitado la cazadora. En sus barridos oculares descubre a un joven fornido,
de aspecto latino y semblante serio, que no le quita ojo y eso le angustia. Le
queda media hora de trayecto, no puede sucumbir ahora. Piensa salir en una
estación cualquiera a respirar, pero es una tontería. Da igual en un sitio o en
otro. No hay escondrijos en los andenes ni en los pasillos. Le descubrirán de
inmediato. Nunca le han gustado las triquiñuelas y siempre cumple sus
obligaciones como ciudadano. Hasta ha tenido discusiones con Prado por no
querer atravesar un paso de peatones en rojo, aunque la calle estuviese
desierta. Lo de hoy, lo considera extrema necesidad. El tío no deja de mirarlo
y se sofoca cada vez más. Se nota como destemplado y le empiezan a pesar las
piernas. De repente, se saca la braga por encima de la cabeza y grita fuera de
sí: «¿Qué miras gilipollas? No llevo mascarilla. ¿Algún problema? Se me ha olvidado.
Le puede pasar a cualquiera».
Un murmullo creciente invade el vagón. En dos minutos se ha
convertido en griterío ensordecedor. Lo rodean unos cuantos viajeros con cara
de pocos amigos. El círculo se va estrechando por momentos. En ese instante el
tren hace su entrada en una estación. Se abalanzan sobre él varios individuos,
lo sujetan por los pies y por las manos y, cuando se abren las puertas, lo
arrojan al andén. Tres o cuatro viajeros que estaban preparados para entrar
caen como bolos y quedan tumbados alrededor de Juan Francisco. Dos jóvenes de
los que lo han lanzado salen del vagón y empiezan a propinarle puntapiés en las
piernas, en las costillas, en el pecho…de repente, siente un golpe en la sien y,
al tiempo que ve desaparecer el tren por el túnel, una cortina oscura nubla su
vista y su entendimiento.
Cuando abre los ojos y se va acostumbrando a la claridad, se
da cuenta de que está en una habitación de hospital, con el gotero puesto y un fuerte
dolor de cabeza. Se lleva la mano a la frente y sigue palpando hacia arriba: «¡Hostias!
¡Qué pedazo de chichón!». Ante él, sentada en una butaca, una chica de tez y
pelo moreno, que no reconoce, lo está mirando. Se incorpora, se le acerca, pone
las manos sobre la sábana y le pregunta que cómo se encuentra. Le llama por su
nombre y eso le descoloca. Le pide información de por qué está en el hospital y
de quien es ella, pues no parece personal sanitario. Guadalupe, que así es como
se presenta, le explica lo que ha pasado. Se lo encontró en las escaleras de
salida del metro, casi en la calle. Subía totalmente ofuscado y abatido. Le preguntó
que si tenía alguna mascarilla. Ella le contestó que sí, descolgó su mochila y
del interior sacó una bolsa en la que había unas cuantas y se la acercó. Él cogió
una, le dio las gracias y volvió al interior. Le siguió con la mirada y cuando
llegó al vestíbulo observó que estaba intentando colarse, saltando por encima
del torno. Se enganchó con la barra superior del torniquete y cayó al suelo del
otro lado. Oyó un ruido seco y cuando llegó a su lado, se había quedado sin sentido.
Se había dado un fuerte golpe en la cabeza. Llamó al 112 y acudió, primero
personal de la estación y un poco más tarde los sanitarios del SAMUR que lo estabilizaron.
La permitieron acompañarlo en la ambulancia. Por eso se encontraba allí.
—¿No entiendo por qué has venido conmigo si no me conoces
de nada?
—Lo suficiente para intuir, después de la expresión suplicante
en los ojos con la que me pediste la mascarilla y de cómo saliste corriendo
hacia el torno, que no eras un pícaro colándose de forma habitual. Estabas solo
y decidí acompañarte hasta que algún familiar pudiera hacerse cargo.
—Vas a hacer que recupere mi confianza en el ser humano.
—No soy humana, soy divina —sonríe, pero inmediatamente se
pone seria—. Perdona, es una broma que hace a menudo una amiga mía ¿Cómo te encuentras?
—Tengo la cabeza que parece que me va a estallar, aunque no
me extraña, después de la coz que me pegó ese energúmeno.
—No te entiendo. Te diste un buen piñazo y es normal que te
duela la cabeza. Pero perdona, voy a llamar a la enfermera para decirle que has
recuperado la consciencia.
Al momento vuelve a la habitación seguida de la sanitaria
que comprueba el gotero, le toma el pulso y le pregunta si se acuerda de algo
de lo ocurrido.
—Perfectamente. Se ensañaron conmigo. Reconozco que
incumplí la norma de viajar con mascarilla, pero estaba acojonado con llegar
tarde al trabajo.
—¿Quién se ensañó contigo?
—Me vienen imágenes sueltas de gente dándome mamporros
mientras que estoy en el suelo.
—No es esa la información que nos han trasladado los testigos.
De todas formas, tienes que descansar y después hablaremos con más tranquilidad
—se gira y se dirige a Guadalupe—. Estate pendiente. Es importante que no vuelva
a dormirse en las próximas horas.
Pamela, que así se llama la DUE, según consta en la tarjeta
que lleva prendida en el bolsillo, le hace una discreta seña para que la siga, ladeando
la cabeza y dirigiendo la mirada hacía un rincón. Se retiran a un aparte y le
cuenta que han localizado a su esposa y que no tardará en llegar. Le explica
que estas ensoñaciones son habituales, pesadillas encapsuladas que se
producen cuando nos damos un fuerte golpe y perdemos el sentido. Al paciente le
parecen fidedignas hasta que poco a poco va recordando lo que realmente ocurrió,
en un proceso paulatino. A veces se produce una amnesia parcial y no llega a
recordarlo del todo.
Guadalupe permanece a su lado dándole conversación de vez
en cuando, aunque no vuelve a sacar el tema del accidente. Se lo han recomendado
así. Mañana cuando pase el doctor valorará su estado. A la una llega Prado.
Guadalupe se presenta y se despide. Ambos le dan las gracias por todo. Juan
Francisco le pide el teléfono para hablar con ella y contarle como va su
evolución y también, por qué no, para enviarle un detalle. «Ya te lo di, ¿no te
acuerdas?», responde ella con una sonrisa y la mano sobre el pomo de la puerta.
La abre a continuación y sale.
Prado se muestra gratamente sorprendida por la actitud de
Guadalupe. Le comenta que ya está al corriente de lo sucedido. Ha hablado con
las enfermeras de planta antes de entrar en la habitación.
—Sí, he dado un espectáculo lamentable en el vagón, pero la
gente está pasada de vueltas. No tenían por qué agredirme.
Prado asiente mientras en su interior piensa en lo que le
acaban de decir fuera y no lo rebate. Pasan la tarde tranquilos, casi sin
hablar. A eso de las siete, llama Guadalupe. Efectivamente, tiene su teléfono
en la lista de contactos, pero no recuerda cuando lo grabó. Le pide novedades.
Juan Francisco le da las gracias, una vez más, por su amabilidad y le pone al día
de su evolución. No hay contratiempos, aunque la cabeza le sigue punzando de
vez en cuando. Al colgar le viene un flas, una imagen en la que Guadalupe le presta
una mascarilla. Está muy nervioso, le parece fuera de lugar decirle cuanto le debe,
pero en verdad le debe la vida, podrá llegar al trabajo a tiempo. Se le ocurre
pedirle el teléfono. Su intención es llamarla más tarde y, quien sabe si
enviarle algún trapillo de los que confeccionan con el corte de sus patrones. Ella
se extraña ante la solicitud. Lo nota porque abre desmesuradamente los ojos,
uno de los pocos rasgos faciales que quedan fuera de la máscara. Se le cruza, en
ese momento, la escena del vagón lleno de gente y los sudores que le recorren la
piel. No es capaz de ordenar la secuencia de los hechos y comienza a fatigarse,
a respirar agitadamente. Prado intenta tranquilizarlo con palabras en tono
suave y caricias, pero su empeño no surte efecto y tiene que llamar a la enfermera,
que le suministra una gragea para los nervios, como refuerzo al tranquilizante
que está recibiendo con el dosificador, vía intravenosa.
Pasa la noche tranquilo, gracias a la medicación. Cada dos horas una enfermera le revisa el gotero y comprueba su estado general. Al amanecer despierta a Prado que se ha quedado dormida, sentada en la butaca. Se oye el trasiego del personal en el pasillo, que ya está repartiendo los desayunos.
A las once aparece el doctor rodeado de un séquito de médicos
en prácticas, a los que va dando explicaciones. Ellos van tomando apuntes. Le ausculta
y le pide que le narre el accidente tal como lo vivió. Las imágenes del interior
del vagón y golpes posteriores le llegan bastante difusas. Otras se le muestran
con más nitidez. Lo intenta:
— Al llegar al hall de la estación y bajarme la braga, me
doy cuenta de que no llevo mascarilla. Empiezo a dudar. Tengo que llegar
puntual porque las cosas están cada vez más jodidas. No me da tiempo volver a
casa. No hay personal por allí. Me agobio y decido subirme la braga de nuevo y
bajar hasta el andén. Pienso que con un poco de suerte puedo pasar desapercibido
de esa guisa. Al llegar al corredor que da acceso al andén, en uno de los
huecos, diviso a una empleada del metro y un vigilante que cierran el paso a los
viajeros que intentan atajar por ahí. Cometí entonces mi primer error. Me acerqué
a ellos y, bajándome la braga, les pregunté que si tenían mascarillas (dándolo
casi por seguro) o si las podía conseguir de alguna manera. Había visto meses atrás
que las entregaban casi a puñados. La chica, cuando vio mi cara descubierta,
cambio la expresión amable que pasó a ser un semblante avinagrado. Me contestó ofuscada
y enérgica: «no tenemos y además está prohibido viajar en metro sin ellas». «La
jodimos», pensé, esbozando una sonrisa forzada. En este momento se me empiezan
a cruzar varias cosas. Dudo de cual es real o ficticia por más que lo intento,
doctor. La patada me dejó trastocado.
—No fuerce Juan Francisco. Poco a poco. Está muy bien.
Desde ayer por la tarde ha progresado bastante. Le están viniendo recuerdos auténticos,
mezclados con otros ilusorios. Es normal en su estado. Le vamos a bajar a
radiodiagnóstico para que le hagan un TAG. Si todo está correcto dentro de su
cerebro, la inflamación sigue bajando y la evolución continúa siendo favorable,
como hasta ahora, mañana, después de pasar consulta, le daremos el alta.
Prado se marcha antes de la comida. Tiene que ir a casa a
echar un vistazo a Andrés y sus comistrajos. Aunque le ha dejado comida preparada,
todavía es pequeño. Además, debe sacar lo más urgente del trabajo. Tiene una
reunión por videoconferencia y unas cuantas gestiones pendientes. Teletrabaja a
tiempo completo. Sólo tiene que desplazarse al centro de trabajo una vez por
semana. Volverá por la noche y la pasará con Juan Francisco en la butaca.
Guadalupe lo vuelve a llamar para interesarse
por su estado. Están un buen rato de palique. Le resulta curioso la confianza
que está cogiendo con esta mujer en tan poco tiempo. Normalmente tarda en abrirse,
pero la verdad es que se encuentra muy a gusto conversando con ella, incluso empiezan
a compartir ciertas confidencias. El detalle que tuvo la engrandece. Es madre
soltera, mejicana. Hace seis meses que ha traído a su hijo. Se llama John. Tiene
once años y se ha criado con su familia en Chiapas, de donde ella es originaria.
Desde que vino a España, hace cinco años, solamente lo había visto tres veces.
Le está costando la escolarización. Lo matricularon en un curso inferior al que
le correspondía por recomendación de la Trabajadora social. Allí iba al colegio,
pero su abuelo no le daba mucha importancia a las letras y la mitad de los días
se lo llevaba al huerto. Eso es lo que más echa de menos el crío. Tiene don de
gentes y enseguida ha congeniado con un grupo de amigos, pero en su país era
distinto, estaba todo el día al aire libre, en plena naturaleza. Los animales
andaban sueltos por cualquier lado y ayudaba al abuelo a darles de comer,
ordeñar las cabras y a todo tipo de labores agrícolas. En Madrid, lo ha
apuntado a fútbol para que entretenga en algo las tardes, pensando que le encantaría,
pero se aburre, no le gusta. Además, como es malo le sacan poco en los partidos
del fin de semana. Seguramente lo cambiará a natación.
La mañana siguiente vuelve a aparecer el
doctor. Los alumnos se sitúan alrededor de la cama mientras se dispone a pasar
consulta.
—Buenos días, Juan Francisco, ¿Qué tal
se encuentra hoy? Las conclusiones del TAG no arrojan nada alarmante, todo en
orden, sólo un pequeño coágulo, pero en un lugar que no es vital. Se reabsorberá
sin más con el tiempo. Tiene que contarme alguna novedad. ¿Ha recordado más detalles
con respecto al día del accidente o guarda la misma secuencia de los hechos? ¿Dónde
nos quedamos ayer, Iker? —Se dirige al MIR que tiene enfrente.
—En la conversación que tuvo con el
personal del metro acerca de si le podían proporcionar mascarillas, doctor Santana.
—Doctor, creo que lo recuerdo todo tal cual es, aunque a
veces se me mezclan unas cosas con otras —dice Juan Francisco—. Pienso que lo
que sucedió fue que cuando me abroncaron los empleados por no llevar mascarilla,
volví sobre mis pasos. Me di cuenta de que me seguían con la mirada por si osaba
dirigirme al andén y me maldije por no haberlo hecho sin más, creyendo que
solucionarían mi olvido. Grave error. Decidí salir a la calle e ir a casa, aunque llegase tardísimo.
Emprendí la retirada totalmente de bajón. Por los pasillos pregunté a los
viajeros con los que me iba cruzando, pero con la boca pequeña, soy un tímido
de manual. La mayoría aceleraba el paso y ni siquiera escuchaba lo que les pedía.
Subí las escaleras mecánicas, atravesé el vestíbulo y, en el tramo de escaleras
que conducen al exterior, es cuando me crucé con Guadalupe. Ella entraba y yo
salía. La pregunté como un último intento, pero sin mucha fe. Ella me dijo que
sí que tenía y me dio una. Cuando volví al interior y pasé el abono, no
funcionaba. Debía ser porque había picado diez minutos antes y el sistema lo
detecta, pero no había nadie para explicárselo y pedirle que me abriera y decidí,
cada vez más nervioso, colarme como estaban haciendo algunos usuarios mientras
yo elucubraba, para no demorar más mi llegada al taller. Unos se colaban
arrastrándose por el suelo, otros pasando la pierna por encima del torniquete
con agilidad. A mí se me ocurrió, ya que tengo una edad y protrusiones lumbares
y cervicales, coger impulso, posar una mano encima de la barra horizontal que
había a la izquierda y la otra encima del primer torno y saltar por encima. Calculé
mal, o no conseguí la altura necesaria, y mi pie quedó enganchado en la patilla
superior del bucle cayendo como un fardo al otro lado.
—Fenomenal, Juan Francisco, ya lo tiene. Ha recordado casi
todo, por lo menos lo más sustancial.
—Lo que pasa doctor, es que todavía se me presentan
evocaciones y se me cruzan imágenes del interior del vagón y del pataleo
posterior ¿Seguro que no llegué a subir al metro?
—Parece que no, pero no se preocupe, es normal. Estas percepciones
pueden permanecer mucho tiempo. Una vez construido el suceso paralelo en su
mente, no se desecha con facilidad. Le voy a dar el alta con un tratamiento que
debe seguir escrupulosamente.
Juan Francisco está dos semanas de baja. En la empresa se
han portado bien, por lo menos no se han atrevido a dejarlo en la calle en
estas circunstancias. Su vida ha ido recuperando la normalidad. El único cambio
reseñable es que mantiene la amistad con Guadalupe. No la ha vuelto a ver desde
que salió del hospital, pero esta tarde va a ir a visitarla. Vive en un piso compartido
con dos amigas y su hijo John. Precisamente va a llevar a Andrés a la cita,
para que se conozcan. Son de la misma edad. Prado no va a ir. La excusa que ha
puesto es que tiene mucha faena en el trabajo, pero él sabe que no le hace
mucha gracia.
Cuando llegan, nada más que están ella y John en casa. Ha
preparado unos sándwiches y unos refrescos para los chicos. Se quitan las mascarillas.
Por primera vez contemplan sus rostros sin tapujos. Es otra de las peculiaridades
que ha traído esta época. A la gente que no conocías de antes, no la has visto la
cara y puedes llevarte una sorpresa, grata o ingrata, porque no se ajuste lo
real a la imagen que has recreado en tu mente. Guadalupe es morenilla, nariz
pequeña y respingona, labios carnosos, rojos y brillantes. Debe habérselos pintado
para la ocasión. Cuando sonríe se le forman unos hoyuelos en la cara a juego
con el que tiene en la barbilla. También se ha pintado los ojos y huele muy
bien. No entiende de perfumes, pero este le agrada. Se ha esmerado para recibir
a la visita. Dan cuenta de la cuchipanda. Cuando pasa un rato, para romper el
hielo entre los chicos, Guadalupe les propone que bajen a la calle. Hace buena
temperatura, seguro que allí lo pasan mejor que metidos dentro. «Llévate el
balón, podéis ir al parque y jugar al fútbol», le dice a su hijo. «A las ocho aquí»,
le advierte Juan Francisco a Andrés.
La besa tímidamente. Ella le devuelve el beso y le empieza
a comer la boca con deseo. Las lenguas entran en contacto, se entrecruzan, los
jadeos afloran, como cuando se sube una loma con la mascarilla puesta. Esto no
hay quien lo pare, piensa, notando que su amigo, ahí abajo, se está poniendo
morcillón. Oye la hebilla de su pantalón
chocar con el suelo. Mira hacia abajo. Sus pantalones nacen en los tobillos y
yacen desparramados por las losetas. Ni se ha enterado cuando se los ha
desabrochado Guadalupe, pero eso le calienta más. Busca sus pechos con la boca
e intenta liberarlos al tiempo que se desprende de los pantalones mecánicamente,
sacando una pernera con un pie y arrojándolos con el otro. Van a parar contra
la puerta. Guadalupe introduce su mano por la parte superior del bóxer y parece
que encuentra lo que busca, por la sonrisa y la exclamación que se le escapa: «¡Wow!».
Juan Francisco está excitadísimo. Mete la mano por debajo del vestido buscando
su sexo. Con la yema de los dedos palpa la suavidad de las bragas. Están
empapadas. Guadalupe le pone las manos en los hombros y lo empuja con fuerza.
Retrocede un paso, sorprendido. Ella se gira dándole la espalda, sin
mediar palabra. Se dobla hacia delante descansando el torso sobre la encimera y
se levanta el vestido hasta la zona lumbar. Abre la goma de las bragas con ambas
manos y desciende salvando las nalgas. Entonces suelta el elástico y resbalan, piernas
abajo, como si se tratase de un tobogán, hasta detenerse a sus pies. Quedan
al aire y ofrecidas las tersas posaderas. Esa imagen es más de lo que Juan Francisco
puede soportar. La busca por detrás con el pene erecto. Ella lo ayuda, se lo agarra
y consigue embocarlo a la segunda. Rápidamente se acoplan. Empiezan un movimiento
de vaivén creciente y, mientras se abandonan, se les nubla la vista y se les escapa
algún gemido acompañado de exclamaciones piadosas (¡Oh, Dios!, ¡Virgen Santa!...).
Guadalupe se mueve con destreza. Juan Francisco siente las nalgas poderosas rebotando
rítmicamente contra sus ingles. Guadalupe acelera el ritmo. Juan Francisco no
puede aguantar más, se da cuenta de que va a llegar al final y lo anuncia a voz
en grito: «me voy, me voy, ¡que me voy!». Empieza a emitir chillidos entrecortados
que se solapan con el pitido que produce la cafetera al salir el vapor que anuncia
la subida del café. Cuando terminan, Juan Francisco se vence hacia delante apoyándose
sobre la espalda de Guadalupe. La mejilla entre sus omoplatos. Se mezclan
tímidamente los cabellos de ambos. Permanecen sudados en esa posición hasta que
recuperan el aliento. «Nunca pensé que lo
haría con otra mujer».
Ya en el sofá, recompuestos y aseados, dialogan saboreando
un par de tazas de café:
—Perdóname, Juan Francisco. Me gustas, eres muy majo, pero
estás casado y no debí provocarte.
—Bendita provocación. Me halaga. Perdóname tú a mí por la
torpeza, es la falta de costumbre, pero reconozco que lo que ha ocurrido, a pesar
de ser maravilloso, me tiene hecho un lío. ¿Ha sonado el timbre?
—Sí, serán los niños —se dirige a la puerta para abrirles— ¿Qué
tal lo habéis pasado?
—Bien, el parque es muy grande y tiene muchas cosas.
—¿Habéis jugado al fútbol? —pregunta Juan Francisco.
—Un rato, pero después hemos estado en el área recreativa. Había
mogollón de toboganes, balancines y una pirámide, hecha con sogas, super alta.
John ha subido hasta arriba del todo.
Por el camino, un torbellino de pensamientos se agolpa en
el cerebro de Juan Francisco. Se entrecruzan, viran, van y vuelven. Callar lo
que ha pasado esta tarde sin más. Decírselo provocando una ruptura que sabe que
tendrá aristas. Andrés, la principal. Por otro lado, Guadalupe. Le gusta mucho,
aparte del aspecto sexual, que tampoco hay que desdeñar. Qué hacer con ella. Seguro
que le llama, pero todavía no sabe qué decirle, aunque ella afirma comprender
que es un hombre comprometido, que no va a forzar más la situación y está
dispuesta, a pesar de todo, a mantener la amistad, pero no va a ser nada fácil
después de lo de esta tarde. Bloquearla el número sería una niñería, no le ha
dado ningún motivo. Tiene miedo por lo que ha sucedido, por las consecuencias
que puede traer y está hecho un mar de dudas. Lo único que tiene claro es que es
un cobarde, pero eso no es nuevo. Ese rasgo de su carácter no le ha ayudado
nunca ni le va a ayudar ahora. Ya en el colegio se comió bastantes pescozones y
no los repelió por ser un cagao.
—¿Qué tal lo has pasado, Andrés?
—Muy bien, mamá. John es muy enrollado y hemos jugado un
montón en su parque. Es grandísimo y está al lado de su casa.
—¿Y tú, que me cuentas?
—Bien, también. Guadalupe es buena conversadora. Nos ha
invitado a merendar y a tomar café. Un rato agradable.
Por la noche se desencadenan los acontecimientos. Prado espía
el móvil de Juan Francisco cuando este se acuesta, mira las últimas
conversaciones y no le gustan ciertas confianzas que se toman. Parece algo más
que amistad lo que mantienen. En ese momento entra un wasap de Guadalupe. «Perdona
lo de esta tarde, no volverá a ocurrir, pero eres tan mono y tienes unos morritos
tan apetecibles, que no me he podido contener. Qué descanses». Frunce el ceño,
deja el móvil en su sitio, mientras murmura: «una buscona, lo sabía. Le va a
pesar haber metido las narices donde no le llaman».
No puede dormir pensando en la conversación que mantendrá
con Juan Francisco. Le dejará las cosas claras. Si continúa hablando con Guadalupe
aireará los cuernos infringidos a toda la familia, amigos y conocidos. Que
sepan quien se esconde detrás de esa apariencia pusilánime. Ya ha hecho un par
de pantallazos reveladores. Además, pedirá el divorcio y sobreactuará en el
juicio. Verá al niño por videoconferencia, cuando ella disponga. No podrá
escabullirse esta vez. Tendrá que tomar una decisión.