En la calle desierta, brillan sobre el pavimento minúsculos
cristales. La helada está fraguando. Se filtran voces atenuadas procedentes del
interior del Gato canalla, local nocturno de la zona vieja de Madrid. Dentro,
entre los clientes, se encuentran tres personajes cuyo aspecto choca bastante.
Su indumentaria consiste en un traje cruzado negro, corbata y chistera del
mismo color que contrastan con la camisa blanca.
— ¡Expéndenos otros tres gintonics, mancebo! —farfulla
Tomás, con lengua gorda. Sus ojos
rojo chillón impresionan.
—Creo que deberíamos romper filas, compadres —propone Pedro—.
El día ha sido largo, ajetreado y nosotros ya no estamos para bailes.
—Habla por ti, picha fría, que un servidor todavía tiene su
público y muy mal se tienen que poner las cosas para que no pegue el brinco a
una de esas dos hembras que están acodadas en el esquinazo del mostrador porque
no me quitan ojo.
— ¿Ojo? Eso es lo que debes tener tú, Sandokan del foro. ¿No te das cuenta, alma de cántaro, que lo que
pretenden es sacarte los cuartos?
—Lo que te voy a sacar yo son las muelas, aguafiestas.
—Veniros a razones —tercia Blas—, quizá en otra ocasión.
Después de patearnos media ciudad y con lo que llevamos ingerido —sólido,
líquido y gaseoso (si se puede considerar como tal al humo de los habanos)—, lo
más prudente, en mi modesta opinión, es irnos a dormir la mona. «El hombre
voluptuoso es el único que puede ser feliz», como sentenció mi admirado y no siempre
ponderado Giacomo Casanova, pero hay que llevar un ten con ten, no se puede
atesorar toda la voluptuosidad en un rato. Lo de las gachises en nuestro estado es pinchar en hueso de antemano. Se va a
quedar en el debe.
—Pues no se hable más, «lo dijo Blas, punto redondo» —ironiza,
el hasta ahora malhumorado, Tomás—, pero por lo menos déjame apurar el brebaje que
después de pagar cien duros por el vaso me da lacha dejarlo a medias.
—Cómo quieras, te esperamos, pero a mí desde luego no me
entra ni una jícara más de líquido. Abrevia, si no te importa, que se me está
subiendo la bebida a la azotea y tengo unas ganas locas de coger la horizontal
—azuza Pedro.
—Está bien, amargaos. Vaya par de petardos que me he echado de amigos. Vámonos que se os nota a la legua que venís de un velatorio.
Recogen sus largas capas, amontonadas en un asiento contra
la pared, en las cuales nadie ha reparado —debido a la tenue luz del local y a
su tono oscuro—, se las colocan sobre los hombros y salen intentando mantener
la vertical.
Tanto su lenguaje como su vestimenta resultan improcedentes.
Unos clientes preguntan al camarero sobre los rocambolescos individuos. Este les
da una explicación que pone un punto de coherencia a la estampa. Son miembros
de la Alegre Cofradía del Entierro de la Sardina
—se hacen llamar así—. Castizos, especie prácticamente extinta. Todos los
miércoles de ceniza, remate del carnaval, salen en procesión lúdico festiva y tras recorrer parte de
la ciudad en comitiva, entierran la sardina en la fuente de los pajaritos de la
Casa de Campo y dan por terminado el duelo.