miércoles, 1 de diciembre de 2021

REGRESO AL PRESENTE

 

La carrocería de un Porsche negro espejea mientras se desliza por el asfalto en la tórrida tarde agostiza. Llantas de aleación, línea aerodinámica, interior ergonómico, tapicería de cuero, volante de madera. Un cartel de grandes dimensiones informa de la proximidad de una gasolinera. El automóvil toma la vía de servicio y se detiene frente al surtidor prepago de gasolina 98 extra plus. El conductor desciende del vehículo. Viste ropa sport de marca: Polo Lacoste, vaqueros Pepe Jeans, zapatos Martinelli. Ocultan sus ojos unas gafas de espejo Ray Ban. Rodea su boca una perilla bien recortada.


         Dentro del establecimiento divisa, fijado al techo, el panel indicador de los aseos. Se dirige hacia ellos. Al franquear la puerta, aparece ante sí un pasillo de paredes desnudas, sin puertas ni ventanas. Como único objeto —al fondo—, un gran armario. Está embutido contra el muro, de suelo a techo. Su primera idea —tras la sorpresa inicial, al no vislumbrar hueco practicable— es volver al local, pero una fuerza interior le compele a dirigirse al armario. Se aprecia un texto en su frontal que, conforme se aproxima, se hace legible: «pase sin llamar». «¿No será una broma de cámara oculta?», recela alzando la vista hacia los ángulos. Mientras su mente desconfía, sus manos abren los dos batientes. Gana la curiosidad. Distingue dos escalones y un pequeño habitáculo. Del otro lado una cortina translúcida de listas de plástico, similar a las que hay en ciertas cámaras frigoríficas. La traspasa apartando las tiras con los brazos y desemboca en el baño, ya con los esfínteres al límite. El suelo es de terrazo. Hace años que no ve ninguno similar, aunque los motivos le son familiares. Gira la manilla y penetra en una de las cabinas. Advierte perplejo que carece de taza. En su lugar un cuadrado blanco a ras de suelo con un agujero y unas huellas para ubicar los pies marcadas en relieve. En lo alto, una cisterna pegada al techo. De ella pende una cuerda de cáñamo con varios empalmes. Le choca por lo extemporáneo, pero sólo tiene tiempo de colocar sus pies en el lugar señalado, desabrochar con rapidez el botón, bajar la cremallera de la bragueta, ponerse en cuclillas y desahogarse «¡Qué a gusto se queda uno!», murmura. Su frente brilla por el sudor que comienza a brotarle.

         Al aproximarse al lavabo —después del alivio—, el descascarillado espejo le devuelve una imagen que lo deja descolocado. Es la suya, pero de… ¡Cuando tenía dieciséis años! ¡Qué greñas! La ropa que viste es setentera. Camisa con grandes picos que le llegan hasta el pecho y pantalones de tergal con las perneras acabadas en campanas. No puede ser. ¿Qué leches significa esto?

Entra en pánico. Vuelve al establecimiento a la carrera. En el trayecto no encuentra armario ni cortina alguna. Su confusión aumenta. O la tienda es de artículos vintage o se confirman sus peores augurios. No acierta a articular palabra, se limita a comprobar —visualmente primero y de manera táctil después— que los productos que se exhiben corresponden a tiempos pasados. Se detiene ante un expositor de cintas de cassette. Le llama la atención una caja cuya carátula reza: «últimos éxitos de Manolo Escobar, la minifalda y ¡Qué viva España!»

         Oye un vozarrón que le es familiar. Su padre le apremia desde la entrada. «¡Cuánto tardas muchacho!» Al intentar salir del local se pega un morrón contra el cristal. Se dirige confuso al gasolinero: «¿Esta puerta no se abre con control de presencia?» Le pone una cara como si le estuviera hablando un alienígena.

Una vez en la furgoneta se agobia. La velocidad a la que van es irrisoria, no más de sesenta kilómetros por hora y el ruido a lata es ensordecedor. Las puertas no ajustan bien. Es como si se fuera a desarmarse. Sube la ventanilla del todo —girando con brío la manivela— y se dirige a su progenitor:

— Enciende el aire acondicionado que no veas como está atizando el sol.

— ¿El aire acondicionado? Hijo, ¿Estás trastornado?

—Lo que estoy es chorreando. Tengo sudor hasta en la rabadilla. Esto es tercermundista, cutre, ya lo he vivido antes ¡Me niego a pasar otra vez por ello!

Su padre lo mira de hito en hito mientras él —a grandes voces—, le pide que frene, que quiere bajarse. Pero no le hace caso «Ya hemos perdido bastante tiempo. Déjate de tontás, no me agotes la paciencia», le dice cabreado y prosigue la marcha. Sin embargo, él no está dispuesto a soportar ni un segundo más esta situación anacrónica que lo supera. Pierde los estribos, sin previo aviso agarra el freno de mano y pega un tirón seco hacia arriba. El vehículo hace un trompo, se sale de la calzada, da dos vueltas de campana. A renglón seguido se hace el silencio. Todo queda en tinieblas. No siente dolor, sólo calor, mucho calor. Se pone a vociferar que proviene del siglo XXI, que ha viajado en el tiempo, que quiere regresar.

 

Despierta empapado, entre convulsiones y dando puñetazos al aire. Aún jadeante, extiende la mano temblorosa. Busca a tientas el interruptor de la lámpara. Cuando lo aprieta el haz de luz ilumina su Iphone 12 que se encuentra encima de la mesilla. Su contemplación lo tranquiliza, lo relaja, le llena de paz. Ha regresado al presente.

jueves, 13 de mayo de 2021

VIDA DE PAREJA

 

No recuerda cuando fue el momento exacto en que su vida se fue a la mierda, en que empezó a hacer aguas. Su existencia no había funcionado como una máquina que se activa y desactiva en segundos con botones de on y off. Ahora, con la perspectiva del tiempo transcurrido, puede rememorar ciertas escenas que entonces no consideró premonitorias de este final. El proceso fue gradual. Prometedor, ilusionante, degradante y repulsivo.

 

Julia era una chica mona, de buen ver. Pelo moreno, cara afable, mirada limpia, carácter alegre. Estatura media y cuerpo menudo, con curvas bien definidas.  No era mala estudiante, tampoco excepcional. Aprobaba con holgura en aquellos lejanos tiempos de instituto, pero no se planteaba que haría en el futuro, no tenía una vocación definida.  La mayoría de sus amigas habían decidido desde tiempo atrás cuál sería su profesión: Cardiólogas, enfermeras, azafatas de vuelo, químicas, periodistas…Sin embargo, ella era un mar de dudas, aplazaba el momento de tomar la decisión, lo consideraba lejano, pero los años fueron pasando y, cuando aprobó la selectividad, no había vuelta de hoja, tenía que elegir la carrera que comenzaría el curso siguiente. Sus padres, siempre en el pueblo y dedicados al campo, no habían tenido la posibilidad de estudiar y estaban ilusionados ante la perspectiva de que Julia fuese la primera licenciada de la familia. No les importaba apretarse el cinturón ante los costes y sacrificios que supondría mandar a la chica a Madrid.

Al final eligió Económicas. No se le daban mal los números. Con los pies en el suelo, no se consideraba capaz de terminar la carrera de ciencias exactas, demasiado nivel, además de que no le llegaba la nota. Pensó que tendría varias salidas con esta elección. Llevar contabilidades, gestionar nóminas de empresas y sus recursos… para eso si se veía capacitada. Lo de la estancia y manutención en un colegio mayor era inasumible, demasiado desembolso, pero una tía suya, soltera, que vivía en Madrid, hermana de su madre, le ofreció cobijo y, aunque el piso estaba bastante lejos de la ciudad universitaria, aceptó sin dudarlo. Pagaría una cantidad módica y colaboraría con los gastos de la comida. En cuanto se instalase, preguntaría por los medios de transporte y las combinaciones para ir hasta la facultad. También por los billetes más económicos o los abonos.

Conoció a Camilo en la facultad. Le llamó la atención por su prudencia y moderación. Algo atípico en esas edades y tiempos. No era vocinglero, no hacía pellas por deporte ni pasaba las horas muertas jugando a las cartas en la cafetería como otros compañeros. Se implicaba políticamente, pero no era cabecilla ni buscaba protagonismo. No tenía madera de líder. Acudía a manifestaciones, pero sin fanatismo. No era un agitador ni se dedicaba a destrozar el mobiliario urbano, aunque alguna vez le tocó correr delante de la policía para evitar posibles malentendidos y porrazos.

En clase eran muchísimos alumnos. A Camilo lo conocía de vista. Su primer acercamiento se produjo un día que la profesora estaba exponiendo unos conceptos económicos básicos y le preguntó de sopetón. Ella notó que se azoraba, no sabía si por el apuro de hablar en público o porque no sabía por dónde salir. Con muy mal estilo se ensañó con él, lo dejó en evidencia, le dijo que estaba a tiempo de cambiar de carrera. Julia lo vio tan indefenso que intervino cortando la arenga, ante la sorpresa general. Rebatió a la docente con vehemencia y le afeó su actitud abusando de su posición. Mantuvieron un diálogo tenso, pero la profesora, ante los murmullos crecientes, prefirió dejarlo estar, envainársela y cambiar de tercio.

Después de clase, Camilo le salió al paso, le agradeció el quite con mirada franca y la llenó de halagos. Notó como todo su cuerpo se acaloraba y supuso que sus mofletes adquirían un tono carmesí. Las manos le empezaron a sudar, así que se limitó a esbozar una sonrisa y salir de escena a paso vivo.

Al día siguiente, cuando llegó al aula, nada más sentarse, advirtió como Camilo aparecía por la puerta, se dirigía hacia la zona donde ella se encontraba y se sentaba a su lado. Julia giró la cabeza para comprobar que la miraba fijamente y que una sonrisa, de oreja a oreja, iluminaba su rostro. Los días posteriores repitió la operación. Se colocaba en el lugar más cercano a ella que encontraba libre. Nació entre ellos una amistad que fue creciendo poco a poco. Comenzaron compartiendo apuntes y charlando sobre temas triviales, casi siempre estudiantiles: las asignaturas del curso, cuáles consideraban Marías y cuáles más áridas; de sus preferencias con respecto a los profesores o lo mucho que les gustaba la ciudad universitaria por el ambiente estudiantil y sus amplias zonas verdes. Cuando sonaba el timbre de la última clase se despedían hasta el día siguiente.

Estos adioses se fueron alargando. En ocasiones iban andando juntos hasta el metro. Fueron tomando confianza y abriendo el abanico de temas de conversación, pasando por sus respectivas familias e incluso por la política. Se sentían cada vez más cómodos juntos. Por las tardes, Julia daba clases particulares tres días en semana, para sacarse un dinero y ayudar en sus gastos. También le servían de repaso en algunas asignaturas como matemáticas o estadística. Un día, Camilo le propuso que se quedase a comer en la cafetería. Después, dieron un largo paseo por el parque del Oeste, se sentaron en un banco y a la hora de despedirse, junto a la boca del metro, Camilo la miró con ternura, juntó sus labios con los de Julia y le dio algo parecido a un beso.  Ella sintió la suavidad y el calorcito que desprendían. Un instante fugaz, porque Camilo, todo colorado, se dio la vuelta y desapareció a la carrera.

Estos paseos se volvieron rutinarios. Pasaron del banco a la pradera de hierba desde donde, sentados, divisaban las últimas nieves que quedaban en la sierra o, tumbados boca arriba, contemplaban el cielo limpio, sin nubes apenas. Allí se produjeron también los primeros revolcones y escarceos amorosos. Búsquedas ávidas de piel juvenil, tersa como el parche de un tambor, bajo la ropa. Julia recuerda con inmenso cariño aquellas inolvidables tardes primaverales en el parque del Oeste.

 Su relación se afianzó durante los años de facultad. Se hicieron inseparables. Novios formales les parecía una expresión demasiado formal y comprometedora, pero en esa época era la utilizada. Lo de «mi pareja» no se usaba aún. Los fines de semana también salían de juerga con amigos, la mayoría de la facultad. Se acuerda de que Camilo cuando se achispaba tenía la costumbre de imitar el habla de los gitanos, lo clavaba. Usaba una frase recurrente que decía a sus conocidos refiriéndose a ella a modo de presentación, amusgando los ojos y con voz cavernosa: «ja me maten, que sepas payo que mi tronca es d´Ávila, válgame el señor». Se echaban unas risas con estas y otras simplezas.

Aprovecharon para tener sus primeros encuentros sexuales los fines de semana en los que su tía partía para el pueblo. Julia se quedaba en Madrid con la excusa de los estudios. La fogosidad de la juventud salía a relucir en aquellas tardes en que deambulaban desnudos por el piso después de pasar horas en la cama susurrando, acariciándose y haciendo el amor.

Comenzaron a buscar trabajo en el último año de carrera. Entonces, había más oportunidades. Un día que Julia salía del metro, un chico que estaba repartiendo propaganda le dio un folleto publicitario de una academia formativa y, entre el listado de cursos que ofrecía, estaba uno de especialización para administradores de fincas. Llamó su atención, pues siempre había oído que la licenciatura en económicas era una de las más valoradas para desarrollar esa profesión. Lo corroboró con compañeros de estudios. También preguntó a algún profesor. Cuando terminó la carrera, en septiembre de ese mismo año, se apuntó e hizo un cursillo bastante completo de seis meses de duración. Se colocó en una empresa destacada en el ramo de la administración de fincas.  Le asignaron varias comunidades para gestionar. Se le daba bastante bien, le gustaba. Le fueron ampliando cometidos y encomendando la gestión de nuevas comunidades de vecinos. En un tiempo relativamente corto consiguió un sueldo aceptable y el reconocimiento por parte de compañeros y colegas.

 Camilo tuvo más fortuna, si cabe, porque a través de un contacto conocido de su padre, encontró empleo en una empresa que se dedicaba a la auditoría de sociedades de todo tipo, asesoría en inversiones y estudios de mercado. Con un buen sueldo de economista desde un principio, en una materia para la que había estudiado y en la parcela que más le atraía. Sus aspiraciones se vieron colmadas porque, además de demostrar su capacidad desde los inicios, le sonrió la fortuna. Algunos directivos cambiaron de aires, se mudaron de empresa, incluso de país, por lo que, a los dos años había conseguido un cargo importante acompañado de un nuevo ascenso a los pocos meses. Le hicieron subdirector por sus méritos, pero también porque ocurrió una desgracia. A la persona que estaba ocupando ese cargo hasta entonces, bastante considerada, le detectaron un cáncer y falleció en poco tiempo.

 

Se casaron en la iglesia por tradición, pero no por convicción. Si les preguntaban, decían que eran católicos con la boca pequeña, aunque desde muchos años atrás no ejercían como tales. Tampoco eran anticlericales, así que no les costó mucho contentar a sus padres que eran muy tradicionales, anclados en un pasado que se resistía a desaparecer y a los que darían un buen disgusto: «las cosas de ahora. Se juntan sin que les hayan echado las bendiciones y luego vienen las separaciones». Como si los católicos no se divorciasen nunca y una boda por este rito fuese garantía de por vida.

Sus primeros cuatro años de matrimonio fueron intensos, trepidantes en todos los sentidos. Viajes, cenas, cines, sexo…un no parar. Sacaban huecos de donde hiciera falta. A veces, Camilo tenía que viajar al extranjero por trabajo, durante varios días, incluso desplazamientos transoceánicos y Julia lo arreglaba con sus compañeros para acompañarlo a Nueva York, Londres, Ciudad de Méjico, Sidney...

Los fines de semana que no iban al pueblo se desplazaban a la sierra. Reservaban la estancia en algún bucólico alojamiento rural y daban largos paseos, lo que ahora se conoce como senderismo. Compraban en alguna tienda de las localidades de paso, agua, fruta y chacina para hacerse bocadillos. Comían en alguna pradera que les pillase en la ruta. Por la tarde volvían fatigados después de la puesta de sol. Se metían en la habitación, a veces ni cenaban. Caían rendidos en la cama. Durante la noche, si alguno de los dos se despertaba, se pegaba al otro y comenzaba a hacerle carantoñas que iban subiendo en intensidad hasta conseguir que se rebullera o ronroneara. Entonces, a través de juegos y caricias en las zonas erógenas, se iban caldeando los cuerpos hasta alcanzar una temperatura semejante a la de las ascuas. Hacían el amor con pasión y, exhaustos, volvían a dormirse de nuevo.

Firmaron una hipoteca para quince años. Compraron un ático en una zona nueva de Carabanchel, que quedaba a quince minutos andando de la casa de los padres de Camilo. Incluía plaza de garaje y trastero. Un piso de ciento treinta metros cuadrados, de los cuales, cuarenta eran de terraza. Desde ella se divisaba un bonito skyline de la ciudad. Tenía tres habitaciones. La suya era la más grande y tenía el baño dentro. En unos meses lo amueblaron y lo decoraron. Dejaron dos habitaciones vacías, de momento, en espera de nuevas generaciones.

Mantuvieron muchas charlas sobre la cuestión, sobre todo nocturnas, una vez acostados y después de ponerse al día sobre las rutinas diarias. Sopesaron todos los pros y los contras de lo que supondría ese cambio en sus vidas, de si estaban preparados para afrontarlo. Se decidieron a intentarlo ilusionados y Julia se quedó embazada a los pocos meses. Llevaban casados cinco años.

La familia recibió la noticia con entusiasmo, mimando a la futura mamá, a veces en exceso, lo que hizo que se sintiese abrumada. A continuación, vinieron los regalos y los preparativos de la habitación ante la llegada del nuevo miembro de la familia, aunque no se pudieron explayar tanto como hubieran querido. Se tuvieron que contener y hacer los obsequios unisex, de momento.  No se hacían tantas ecografías, ni los aparatos eran tan precisos como ahora.  Debido a la posición del feto no les pudieron asegurar el sexo del bebé y no se supo hasta el momento del nacimiento. Camilo se empeñó en llamarle Asier. Se habían puesto de moda los nombres vascos, pero a ninguna de las personas cercanas les pareció una decisión acertada. A Julia tampoco. Se puso terco y su decisión resultó inamovible. Al verla tan disgustada le comentó a su mujer: «dame este capricho. El siguiente nombre lo elegirás tú, de verdad, sea niño o niña».

Durante la baja maternal el tema más recurrente entre ambos fue cómo condicionaría su vida la llegada de Asier y qué tal se apañarían en los primeros momentos. Camilo pensaba que no había que agobiarse antes de tiempo, mal que bien, todo el mundo salía del paso. Julia le dijo que tenía pensado solicitar una reducción de jornada. Ella lo tenía más fácil. En su trabajo no le pondrían pegas, pues ya se habían dado casos entre las compañeras que lo habían solicitado. Había buen ambiente y entre unos y otros irían sacando su parte del trabajo. Así se podrían apañar los primeros meses. Durante ese tiempo buscarían guardería y cuando cumpliese el año, más o menos, volvería a trabajar a jornada completa.

Pero no sucedió como tenían previsto, porque durante ese tiempo cambiaron los planes y decidieron ir a por la parejita. Catorce meses después de nacer Asier vino al mundo Lourdes. Camilo propuso entonces contratar a una niñera que se ocupase también de las labores del hogar, pero Julia lo sopesó y decidió renunciar al trabajo y quedarse en casa para criar a sus dos hijos. Con el sueldo de Camilo tendrían suficiente. Ante la cara de estupefacción de su marido, Julia se reafirmó. Pensaba que merecería la pena este sacrificio, que se convertiría en un disfrute lleno de compensaciones. Ver crecer a sus hijos, saciar sus primeras curiosidades, auxiliarlos y estar a su lado en todo momento es un lujo al alcance de pocas madres. «Sí, ya sé lo que me vas a decir. Que se me acaba la coartada del sometimiento de la mujer y la lucha de sexos, pero es una decisión voluntaria. La inmensa mayoría no pueden elegir».

La vida cotidiana cambió radicalmente. Los nuevos horarios y ritmos les estresaban y tuvieron que prescindir de casi todos los hobbies. Cuando los niños eran pequeños preferían quedarse en Madrid los fines de semana disfrutando de sus correrías, de sus avances y sus tropiezos, de sus gracias y ocurrencias. Al residir en una zona nueva tenía varios parques infantiles y allí pasaban las horas muertas. Los niños iban haciendo amigos y los mayores también hicieron migas con otros padres. Algún domingo, cuando empezaba a hacer bueno, tiraban para el Retiro. Allí siempre había algún saltimbanqui o titiritero que hacia las delicias de los pequeños. Visitaban a los suegros una vez al mes. Vivían en una pedanía de la comarca de la Moraña, próxima a Arévalo. Se acoplaron a esta nueva vida apenas sin darse cuenta. Camilo no es que fuera un padrazo. Estaba menos tiempo en casa, pero, aunque le costó al principio acostumbrarse, cumplía con sus cometidos paternales con decoro. Cambiaba pañales cuando tocaba, los bañaba y les daba de cenar. A la hora de irse a dormir, cada uno acostaba a un niño. Iban alternándoselos por días y siempre les leían un cuento antes de dormir.

 

La pandemia lo cambió todo. De un día para otro los clientes de la empresa dejaron de necesitar servicios y los pedidos se redujeron a la mínima expresión. Tuvieron que poner a la mayoría de los trabajadores en ERTE. Camilo se tuvo que adaptar, en tiempo récord, al teletrabajo y, aunque salía a alguna reunión de forma esporádica, la mayoría se hacían por videoconferencia y su presencia en casa se hizo habitual. Ni los niños ni Julia estaban acostumbrados y lo que, al principio, celebraron con alegría, después se convertiría en una fuente de conflictos. Julia no se podía desahogar con nadie, aparte de los grupos de wasap donde casi siempre se hablaba de cosas insustanciales y se compartían chorradas variadas, y eso se le hizo demasiado cuesta arriba. Camilo estaba insoportable, de un humor de perros y lo empezó a pagar con ellos.

Un día tuvieron una fuerte discusión. Esto supuso un punto de inflexión porque, aunque es muy difícil estar de acuerdo en todo y las desavenencias se habían dado con anterioridad, hasta ahora no había faltado al respeto a Julia. Esta vez la gritó sin miramientos. Ella se sintió menospreciada por sus gestos altivos y cohibida por sus miradas de matón de taberna. Nunca lo había visto en semejante estado. Lo peor de todo es que claudicó en sus convicciones y, al final, Camilo se llevó el gato al agua. «Por ahí no paso. Te he consentido muchas manías, pero la educación de mis hijos la elijo yo». El tema de debate era que la escolarización de los niños estaba a la vuelta de la esquina. Tenían un colegio público al lado de casa, al que se podía ir andando. Julia había hecho una preinscripción. Llegó una carta del director invitándoles a una jornada de puertas abiertas para que conociesen las instalaciones. Incluía una pequeña visita guiada y una charla explicativa sobre la metodología seguida en el colegio rematada con ruegos y preguntas para cualquier duda o aclaración que necesitasen los padres. Camilo tenía otros planes. Unos amigos le habían hablado de un colegio trilingüe en el otro extremo de la ciudad con métodos novedosos nunca utilizados en nuestro país, copiados de la educación nórdica de la que todo el mundo hablaba maravillas, puntero en nuevas tecnologías, insuperable en todos los aspectos; «de élite», fue su expresión. Costaba una pasta, pero merecía la pena.

—Esto lo teníamos hablado desde hace mucho tiempo, Camilo —replicó Julia—. Nuestros hijos irían a un colegio público, no sé porque cambias de repente. Además, en estos tiempos de pandemia, tener que coger todos los días una ruta de autobús para ir a la otra punta de Madrid no tiene ningún sentido. Son muy pequeños. Cuando acaben el ciclo infantil, dentro de tres cursos, nos lo podríamos plantear si vemos que este colegio es tan nefasto, aunque he hablado con vecinas que llevan a sus hijos y están bastante contentas.

—Para mí si tiene sentido. La educación de nuestros hijos no es un tema menor, es primordial para su desarrollo, para que se desenvuelvan durante toda la vida. Quiero darles lo mejor. Nos lo podemos permitir. También tengo mis fuentes. He preguntado y este cole, ni fu ni fa. Aparte de que el número de extranjeros aumenta de año en año de manera descomunal y, con todos mis respetos, se convierten en una rémora para el resto. En Hight Internacional Scholl también hay alguno: alemanes, franceses, italianos…es otro nivel.

— ¿Ahora me sales Xenófobo? Panchitos, amarillos, romanís, guachupines… Así los llamáis, ¿no? ¡Qué decepción! Tu no eras así.

—Ni tú. Eras una paleta y estabas sin desbastar hasta que te cruzaste en mi camino. Te enseñé muchas cosas de la vida. Ahora te pones fina, inclusiva, tolerante, pero a mí no me la das. En cuanto rascas un poco sale tu vena pueblerina y burda.

—Vamos a dejar esta conversación Camilo porque no te reconozco, estás muy grosero y nos podemos causar daños irreversibles.

—Vale. El lunes voy a matricular a nuestros hijos. Hazte a la idea. Toma, aquí está el tríptico para que te vayas familiarizando. No se le puede poner ni una pega. De caerse de espaldas.

Julia no replicó. Fue uno de los más grandes errores de su vida, pero entonces no tuvo fuerzas para seguir a la gresca y la que calla otorga.

Después de ese día los enganchones fueron continuos.  Ella no le dio suficiente importancia, pero Camilo le iba comiendo el terreno y con sus grandes voces la silenciaba. Se engaño a sí misma. Se decía interiormente que le resbalaba, pero en el fondo le hacían mella, porque no le gustaba el cariz que estaban tomando las discusiones. Un espectáculo lamentable. Estaba iracundo todo el día, por cualquier cosa les chillaba y Julia empezó a sentir angustia.

—¿No puedes hablar en un tono normal? —le reprochaba.

—No, porque me sacas de mis casillas con tus ocurrencias. Menudo rumbo iba a seguir esta familia si yo no estuviese al timón.

Estos improperios eran más que suficientes para que se hubiera rebelado y le hubiese plantado cara, pero empezó a tragar, principalmente por los niños y cuando quiso hacerlo era demasiado tarde.

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Asier era muy extrovertido. Le gustaba ir al pueblo a ver a los abuelos, pero estas visitas se iban espaciando, primero porque a Camilo no le agradaban lo más mínimo y segundo porque debido a la pandemia Julia no podía forzar la situación. Tenía miedo de contagiarles, además de que estaban en otra comunidad autónoma y había estado prohibido viajar durante meses. Lourdes todo lo contrario, era muy reservada. A pesar de su corta edad, el abuelo se los había metido en el bolsillo enseñándoles dos juegos de naipes muy simples, el cinquillo y las siete y media. «Juegos arcaicos» y «nada didácticos para unos críos» le decía Camilo a Julia. Pensaba que debían estar enganchados a los videojuegos y demás entretenimientos del siglo XXI. «Son demasiado pequeños todavía para eso, ya tendrán tiempo y a mis padres estos ratos les rejuvenecen, les hacen un efecto de bálsamo reparador».

Las broncas y malos humores de Camilo se acentuaron. Empezó a trabajar fuera dos días en semana y cuando llegaba, a veces oliendo a alcohol, comenzaba el espectáculo. Julia sentía miedo. Asier y Lourdes se dieron cuenta de que su padre estaba raro últimamente y de que cuando llegaba a casa su madre los metía juntos en la habitación deprisa y corriendo. Oyen gritar a su padre, también les llega un ruido que identifican como una palmada. Julia acaba de recibir un bofetón que le deja helada. Este es un límite que siempre había tenido claro, traspasar una línea roja que no iba a consentir, pero llegado el momento se queda muda mientras, a través de una imagen difusa, lo ve irse dando un portazo. Se deja caer en el sofá, se cubre el rostro con las manos y rompe a llorar. 

Cuando vuelve, los niños ya están acostados. Se acerca con la cabeza baja y le pide perdón.

—No sé qué me está pasando cariño, yo no soy así, pero las cosas no van bien en el trabajo y me da pánico perderlo. Me refugio en el alcohol. Empecé tomando cañas con los compañeros, pero ahora lo hago sólo y voy aumentando la dosis. Tengo que ponerme en terapia.

—Camilo, llevas mucho tiempo faltándome al respecto, poniéndote cada vez más insolente. Lo de zurrarme es lo último, no te lo voy a consentir, pero reconozco que es un paso importante que admitas tu adicción.

—Me han recomendado el mejor psicólogo para desengancharme. Especializado en dependencias. Mañana iré a verlo, cuanto antes mejor.

Julia se queda satisfecha a medias. Después de la conversación se aflojan un poco sus temores. Tener un marido alcohólico no es tranquilizador, a pesar de este primer paso. No se termina de fiar de Camilo y, el día siguiente, le pregunta en cuanto entra en casa por el psicólogo y lo que han hablado en la primera consulta. La contesta que no ha podido ir porque ha sido un día horrible de trabajo y no ha tenido ni un momento libre.

—Camilo, esto es muy serio, parecías consciente, pero me estás decepcionando.

—Mañana, te lo prometo.

Pero pasan los días y las excusas no se agotan. «He pedido cita y no me han dado hasta la semana que viene. Es lo que tiene ser un profesional de prestigio».

Julia reconoce es su fuero interno que la actitud de su marido ha cambiado. Se muestra más cariñoso con los niños y a ella la trata bien. Esa noche hicieron el amor después de mucho tiempo.

 

Julia se ilusiona, no se da cuenta de que es un periodo valle hasta que Camilo vuelve a las andadas. Una noche llega con los ojos vidriosos, oliendo a alcohol y le dice que se va a la cama, que no le apetece cenar.  Le pregunta por el nombre del psicólogo que le trata para buscarlo en Google. Eso le irrita, le hace perder la razón. «Qué pasa, puta ¿no te fías de mí?» Coge una silla y la estampa contra la mesa baja que tienen delante del sofá. El cristal estalla y los fragmentos inundan en salón. Se acerca a ella y la abofetea. A los niños, que están haciendo los deberes en su habitación, se les oye llorar de fondo. Vuelve el pánico, pero esta vez no se queda bloqueada. En principio se encoge como un ovillo en el rincón, pero de repente se activa una luz en su cerebro. Se zafa del borracho, coge a los niños y se marchan de casa rápidamente. Camilo contempla la escena sin inmutarse. Los ve salir, se dobla hacia delante, echa una copiosa vomitona en la alfombra y se deja caer como un fardo en el sofá entre las esquirlas de cristal. Se le escapan las lágrimas y descienden hacia las comisuras de los labios. Allí se funden con los restos de vómito. Se queda dormido casi al instante, con respiraciones entrecortadas y emitiendo unos ronquidos paquidérmicos.

La primera intención de Julia es ir a casa de sus suegros, pero por el camino cambia de idea. Se resistirán a entender la gravedad del asunto. Un hijo siempre es un hijo y lo van a defender a pesar de las pruebas en su contra. No se encuentra con ánimos de afrontarlo de golpe, de dar explicaciones y que la tomen por una paranoica. Decide llevarlos a casa de Piedad, su compañera de trabajo y la mejor amiga que tiene en Madrid. Se conocen desde la infancia.

No quiere denunciar, pero Piedad la lleva a la comisaría. Fernando, su marido, se queda con los niños mientras, acoplándolos con los suyos. Tienen también chico y chica y esta noche compartirán cama y habitación. La denuncia se demora bastante rato. Le toman declaración minuciosa, le piden detalles y le preguntan si puede aportar pruebas.  Llaman a un forense, para que la examine, que tarda dos horas en acudir.  Al final mandan a una pareja de policías al domicilio familiar para que detengan a Camilo. Los indicios son más que suficientes. Pasará la noche en el calabozo y por la mañana el juez decidirá si lo deja en libertad.

Lo sueltan hasta que salga el juicio, parece que es la práctica habitual. Su abogado intenta minimizar las acusaciones. Le ponen una orden de alejamiento. Aunque le estaría permitido acercarse a recoger a los niños al punto de encuentro, Julia prefiere no verlo. Negocian los letrados y pactan que los padres de Camilo se encarguen de la recogida. Ellos no tienen culpa de nada, les guarda cariño y merecen disfrutar de sus nietos dos fines de semana al mes. Cuando acuden a las entregas, no profundizan mucho en la charla. Los tres se sienten violentos con la situación. Sonríen un poco nerviosos, se dicen cuatro formalidades y se despiden hasta el domingo por la noche.

Se entera por una amiga común, compañera de trabajo de Camilo, de que está mejor. Al final fue a una clínica desintoxicación y se le nota menos estropeado. Lo han vuelto a admitir en un puesto bastante más modesto. Cuando su vida empezó a hacer aguas preparó un desastre inconmensurable. La empresa estuvo en un tris de quebrar, pero ahora, debido a los servicios prestados y en reconocimiento a su celo en la época boyante, le habían hecho un hueco.

El domingo sus suegros se presentan en el punto de encuentro solos, con el semblante sombrío y hechos un pingajo. Julia les pregunta por Asier y Lourdes. Comienzan a farfullar. No entiende lo que hablan, pero nota que algo grave pasa. Los intenta tranquilizar para que vocalicen un poco mejor, a pesar de que ahora es ella la que siente el vórtice de un huracán en su estómago. El sábado Camilo se llevó a sus hijos a la sierra, iban a pasar el fin de semana en casa de unos amigos que tenían niños de edades similares. El domingo después de comer le habían llamado y tenía el móvil apagado o fuera de cobertura. Todos los intentos habían resultado infructuosos. No sabían quién era el amigo ni conocían a su familia. No les dio muchos datos. Había llegado la hora de entregar a los niños y habían venido a contárselo. A lo mejor se había quedado sin batería en el móvil y habían tenido algún percance con el coche. «No me cuadra», dijo Julia, «podía haberse puesto en contacto con el teléfono de su amigo o de cualquiera que le socorriese en carretera y si hubiese ocurrido un accidente grave ya lo sabríamos».

 

Hace quince días de la desaparición de Camilo, Asier y Lourdes. Parece que se los hubiese tragado la tierra. La policía ha tomado todas las medidas posibles. Los está buscando por tierra, mar y aire. Con drones, con perros, con buzos… No encuentran rastros de momento. Aparte del revuelo que ha producido el suceso en todo el país, han puesto una orden de busca y captura internacional. Las redes sociales arden. Se han creado páginas ad hoc para la búsqueda. Esta tarde ha venido a visitarla el delegado del gobierno y el capitán de la guardia civil al mando de las operaciones. Los ha invitado a café. Han entrado con semblante sombrío. Le han hablado con total sinceridad. Siguen sin encontrar indicios y cuanto más tiempo pasen sin obtener ninguna pista más complicado será dar con su paradero. Cuando se han despedido, en el rellano, le han preguntado, por puro formulismo, cómo se encontraba. «Ni bien, ni mal, muerta en vida».

lunes, 12 de abril de 2021

LA MASCARILLA

 

—¡Buenos días! ¿Es usted la esposa de Juan Francisco Navas?

—Si, ¿Quién pregunta por él?

—Me llamo Patricia, de atención al paciente del hospital 12 de octubre. Juan Francisco ha tenido un accidente, ha ingresado esta mañana en urgencias.

—¿Qué? ¿Cómo ha sido? ¿Es grave?

—Está fuera de peligro, pero no sé mucho más. Cuando venga traiga algo de ropa y utensilios para su aseo personal.

 

Las cosas no iban bien en los últimos tiempos. Compartían casa, habitación y cama, como siempre, pero la chispa había desaparecido y las complicidades también. Las discusiones eran constantes y los reproches continuos. Su hijo era uno de los pocos nexos que les mantenía unidos.

Esa mañana, Juan Francisco salió temprano para ir a trabajar. Fue andando hasta el metro que está a veinte minutos de casa. Nunca le ha gustado ir justo de hora, pero últimamente menos, porque la empresa sobrevive a duras penas, los pedidos escasean y se agarran a cualquier excusa para dar la carta de despido. La pandemia lo ha trastocado todo. Es patronista en un taller textil. La gente sale lo justo, la ropa no está entre sus prioridades, no se la puede probar con la misma libertad y las tiendas de barrio, sus más fieles clientes, están cerrando a un ritmo trepidante.

Hacía frío a esa hora de la mañana. Se puso la braga cubriéndose nariz y orejas. Conectó la música en el móvil para estrenar sus cascos inalámbricos, regalo de su hijo Andrés en el día del padre. Caminó a buen ritmo, bajó las escaleras de acceso a la estación con soltura y cuando llegó al vestíbulo y se bajó la braga, invitado por la temperatura más favorable del interior, se dio cuenta de que no llevaba puesta la mascarilla. Se la había dejado en casa. Justo en ese momento llegó a sus oídos el mensaje por megafonía prohibiendo terminantemente viajar sin ella.

Las dudas le acometen. Ida y vuelta a por la mascarilla le llevaría cuarenta y cinco minutos y llegaría tardísimo a pesar de haber salido con holgura, así que decide subirse la braga de nuevo y entrar en el metro. Nadie se va a enterar si aguanta todo el trayecto con ella puesta. Cuando llegue a la empresa cogerá una de las muchas que tienen por allí. Las fabrican ellos. Es una de las pocas salidas que les ha quedado en estos tiempos. Así que acercó su tarjeta mensual al torno de acceso decidido a realizar el trayecto como negacionista clandestino.

Se agobia pensando en que si lo llegasen a descubrir le pondrían un multazo y pasaría una vergüenza enorme, aparte de que la gente le increparía con razón, pero no le queda otra alternativa. Llega al andén, bastante concurrido a esas horas y espera a que aparezca el convoy. Cuando hace la entrada en la estación y se abren las puertas se mete dentro, entre toda la barahúnda circundante. Consigue llegar hasta un hueco próximo, el que queda entre la unión de dos vagones, y apoya la espalda en la pared.

Desde allí contempla a la gente que lo rodea. Muchos están mirando fijamente la pantalla de sus móviles, ajenos a todo, con los cascos embutidos en los oídos. Los hay hablando a voces por teléfono de temas variopintos y, en principio, privados. Se aprietan la oreja contraria, presionando con los dedos, para que les llegue mejor el sonido del interlocutor. Otros leen un libro, incluso estando de pie y con una mano agarrada a la barra. Juan Francisco nunca se ha acostumbrado a leer con ruido y menos a pie firme. Necesita reposo y silencio para centrarse en la historia, pero, en ocasiones, ha visto a gente andando por los pasillos mientras sostiene un libro y lo va leyendo, expuestos a dar un trompicón y romperse la crisma. Inconcebible para él. Unos pocos permanecen sumergidos en sus pensamientos sin ningún objeto en las manos. Algunos, con mochila colgada y zapatillas ajadas, sucias de barro o salpicadas de pintura, deben dirigirse al tajo (albañiles, electricistas, pintores, fontaneros…). Un limpiacristales está sujetando un cubo por el asa. Dentro, artículos de limpieza y una mopa. Tiene un palo extensible agarrado con la misma mano.

Cada vez se agobia más. Nota como el sudor que desciende desde la frente y las patillas, le inunda el cuello, debajo de la braga, a pesar de haberse quitado la cazadora. En sus barridos oculares descubre a un joven fornido, de aspecto latino y semblante serio, que no le quita ojo y eso le angustia. Le queda media hora de trayecto, no puede sucumbir ahora. Piensa salir en una estación cualquiera a respirar, pero es una tontería. Da igual en un sitio o en otro. No hay escondrijos en los andenes ni en los pasillos. Le descubrirán de inmediato. Nunca le han gustado las triquiñuelas y siempre cumple sus obligaciones como ciudadano. Hasta ha tenido discusiones con Prado por no querer atravesar un paso de peatones en rojo, aunque la calle estuviese desierta. Lo de hoy, lo considera extrema necesidad. El tío no deja de mirarlo y se sofoca cada vez más. Se nota como destemplado y le empiezan a pesar las piernas. De repente, se saca la braga por encima de la cabeza y grita fuera de sí: «¿Qué miras gilipollas? No llevo mascarilla. ¿Algún problema? Se me ha olvidado. Le puede pasar a cualquiera».

Un murmullo creciente invade el vagón. En dos minutos se ha convertido en griterío ensordecedor. Lo rodean unos cuantos viajeros con cara de pocos amigos. El círculo se va estrechando por momentos. En ese instante el tren hace su entrada en una estación. Se abalanzan sobre él varios individuos, lo sujetan por los pies y por las manos y, cuando se abren las puertas, lo arrojan al andén. Tres o cuatro viajeros que estaban preparados para entrar caen como bolos y quedan tumbados alrededor de Juan Francisco. Dos jóvenes de los que lo han lanzado salen del vagón y empiezan a propinarle puntapiés en las piernas, en las costillas, en el pecho…de repente, siente un golpe en la sien y, al tiempo que ve desaparecer el tren por el túnel, una cortina oscura nubla su vista y su entendimiento.

 

Cuando abre los ojos y se va acostumbrando a la claridad, se da cuenta de que está en una habitación de hospital, con el gotero puesto y un fuerte dolor de cabeza. Se lleva la mano a la frente y sigue palpando hacia arriba: «¡Hostias! ¡Qué pedazo de chichón!». Ante él, sentada en una butaca, una chica de tez y pelo moreno, que no reconoce, lo está mirando. Se incorpora, se le acerca, pone las manos sobre la sábana y le pregunta que cómo se encuentra. Le llama por su nombre y eso le descoloca. Le pide información de por qué está en el hospital y de quien es ella, pues no parece personal sanitario. Guadalupe, que así es como se presenta, le explica lo que ha pasado. Se lo encontró en las escaleras de salida del metro, casi en la calle. Subía totalmente ofuscado y abatido. Le preguntó que si tenía alguna mascarilla. Ella le contestó que sí, descolgó su mochila y del interior sacó una bolsa en la que había unas cuantas y se la acercó. Él cogió una, le dio las gracias y volvió al interior. Le siguió con la mirada y cuando llegó al vestíbulo observó que estaba intentando colarse, saltando por encima del torno. Se enganchó con la barra superior del torniquete y cayó al suelo del otro lado. Oyó un ruido seco y cuando llegó a su lado, se había quedado sin sentido. Se había dado un fuerte golpe en la cabeza. Llamó al 112 y acudió, primero personal de la estación y un poco más tarde los sanitarios del SAMUR que lo estabilizaron. La permitieron acompañarlo en la ambulancia. Por eso se encontraba allí.

—¿No entiendo por qué has venido conmigo si no me conoces de nada?

—Lo suficiente para intuir, después de la expresión suplicante en los ojos con la que me pediste la mascarilla y de cómo saliste corriendo hacia el torno, que no eras un pícaro colándose de forma habitual. Estabas solo y decidí acompañarte hasta que algún familiar pudiera hacerse cargo.

—Vas a hacer que recupere mi confianza en el ser humano.

—No soy humana, soy divina —sonríe, pero inmediatamente se pone seria—. Perdona, es una broma que hace a menudo una amiga mía ¿Cómo te encuentras?

—Tengo la cabeza que parece que me va a estallar, aunque no me extraña, después de la coz que me pegó ese energúmeno.

—No te entiendo. Te diste un buen piñazo y es normal que te duela la cabeza. Pero perdona, voy a llamar a la enfermera para decirle que has recuperado la consciencia.

Al momento vuelve a la habitación seguida de la sanitaria que comprueba el gotero, le toma el pulso y le pregunta si se acuerda de algo de lo ocurrido.

—Perfectamente. Se ensañaron conmigo. Reconozco que incumplí la norma de viajar con mascarilla, pero estaba acojonado con llegar tarde al trabajo.

—¿Quién se ensañó contigo?

—Me vienen imágenes sueltas de gente dándome mamporros mientras que estoy en el suelo.

—No es esa la información que nos han trasladado los testigos. De todas formas, tienes que descansar y después hablaremos con más tranquilidad —se gira y se dirige a Guadalupe—. Estate pendiente. Es importante que no vuelva a dormirse en las próximas horas.

Pamela, que así se llama la DUE, según consta en la tarjeta que lleva prendida en el bolsillo, le hace una discreta seña para que la siga, ladeando la cabeza y dirigiendo la mirada hacía un rincón. Se retiran a un aparte y le cuenta que han localizado a su esposa y que no tardará en llegar. Le explica que estas ensoñaciones son habituales, pesadillas encapsuladas que se producen cuando nos damos un fuerte golpe y perdemos el sentido. Al paciente le parecen fidedignas hasta que poco a poco va recordando lo que realmente ocurrió, en un proceso paulatino. A veces se produce una amnesia parcial y no llega a recordarlo del todo.

Guadalupe permanece a su lado dándole conversación de vez en cuando, aunque no vuelve a sacar el tema del accidente. Se lo han recomendado así. Mañana cuando pase el doctor valorará su estado. A la una llega Prado. Guadalupe se presenta y se despide. Ambos le dan las gracias por todo. Juan Francisco le pide el teléfono para hablar con ella y contarle como va su evolución y también, por qué no, para enviarle un detalle. «Ya te lo di, ¿no te acuerdas?», responde ella con una sonrisa y la mano sobre el pomo de la puerta. La abre a continuación y sale.

Prado se muestra gratamente sorprendida por la actitud de Guadalupe. Le comenta que ya está al corriente de lo sucedido. Ha hablado con las enfermeras de planta antes de entrar en la habitación.

—Sí, he dado un espectáculo lamentable en el vagón, pero la gente está pasada de vueltas. No tenían por qué agredirme.

Prado asiente mientras en su interior piensa en lo que le acaban de decir fuera y no lo rebate. Pasan la tarde tranquilos, casi sin hablar. A eso de las siete, llama Guadalupe. Efectivamente, tiene su teléfono en la lista de contactos, pero no recuerda cuando lo grabó. Le pide novedades. Juan Francisco le da las gracias, una vez más, por su amabilidad y le pone al día de su evolución. No hay contratiempos, aunque la cabeza le sigue punzando de vez en cuando. Al colgar le viene un flas, una imagen en la que Guadalupe le presta una mascarilla. Está muy nervioso, le parece fuera de lugar decirle cuanto le debe, pero en verdad le debe la vida, podrá llegar al trabajo a tiempo. Se le ocurre pedirle el teléfono. Su intención es llamarla más tarde y, quien sabe si enviarle algún trapillo de los que confeccionan con el corte de sus patrones. Ella se extraña ante la solicitud. Lo nota porque abre desmesuradamente los ojos, uno de los pocos rasgos faciales que quedan fuera de la máscara. Se le cruza, en ese momento, la escena del vagón lleno de gente y los sudores que le recorren la piel. No es capaz de ordenar la secuencia de los hechos y comienza a fatigarse, a respirar agitadamente. Prado intenta tranquilizarlo con palabras en tono suave y caricias, pero su empeño no surte efecto y tiene que llamar a la enfermera, que le suministra una gragea para los nervios, como refuerzo al tranquilizante que está recibiendo con el dosificador, vía intravenosa.

Pasa la noche tranquilo, gracias a la medicación. Cada dos horas una enfermera le revisa el gotero y comprueba su estado general. Al amanecer despierta a Prado que se ha quedado dormida, sentada en la butaca. Se oye el trasiego del personal en el pasillo, que ya está repartiendo los desayunos.

A las once aparece el doctor rodeado de un séquito de médicos en prácticas, a los que va dando explicaciones. Ellos van tomando apuntes. Le ausculta y le pide que le narre el accidente tal como lo vivió. Las imágenes del interior del vagón y golpes posteriores le llegan bastante difusas. Otras se le muestran con más nitidez. Lo intenta:

— Al llegar al hall de la estación y bajarme la braga, me doy cuenta de que no llevo mascarilla. Empiezo a dudar. Tengo que llegar puntual porque las cosas están cada vez más jodidas. No me da tiempo volver a casa. No hay personal por allí. Me agobio y decido subirme la braga de nuevo y bajar hasta el andén. Pienso que con un poco de suerte puedo pasar desapercibido de esa guisa. Al llegar al corredor que da acceso al andén, en uno de los huecos, diviso a una empleada del metro y un vigilante que cierran el paso a los viajeros que intentan atajar por ahí. Cometí entonces mi primer error. Me acerqué a ellos y, bajándome la braga, les pregunté que si tenían mascarillas (dándolo casi por seguro) o si las podía conseguir de alguna manera. Había visto meses atrás que las entregaban casi a puñados. La chica, cuando vio mi cara descubierta, cambio la expresión amable que pasó a ser un semblante avinagrado. Me contestó ofuscada y enérgica: «no tenemos y además está prohibido viajar en metro sin ellas». «La jodimos», pensé, esbozando una sonrisa forzada. En este momento se me empiezan a cruzar varias cosas. Dudo de cual es real o ficticia por más que lo intento, doctor. La patada me dejó trastocado.

—No fuerce Juan Francisco. Poco a poco. Está muy bien. Desde ayer por la tarde ha progresado bastante. Le están viniendo recuerdos auténticos, mezclados con otros ilusorios. Es normal en su estado. Le vamos a bajar a radiodiagnóstico para que le hagan un TAG. Si todo está correcto dentro de su cerebro, la inflamación sigue bajando y la evolución continúa siendo favorable, como hasta ahora, mañana, después de pasar consulta, le daremos el alta.

 

Prado se marcha antes de la comida. Tiene que ir a casa a echar un vistazo a Andrés y sus comistrajos. Aunque le ha dejado comida preparada, todavía es pequeño. Además, debe sacar lo más urgente del trabajo. Tiene una reunión por videoconferencia y unas cuantas gestiones pendientes. Teletrabaja a tiempo completo. Sólo tiene que desplazarse al centro de trabajo una vez por semana. Volverá por la noche y la pasará con Juan Francisco en la butaca.

Guadalupe lo vuelve a llamar para interesarse por su estado. Están un buen rato de palique. Le resulta curioso la confianza que está cogiendo con esta mujer en tan poco tiempo. Normalmente tarda en abrirse, pero la verdad es que se encuentra muy a gusto conversando con ella, incluso empiezan a compartir ciertas confidencias. El detalle que tuvo la engrandece. Es madre soltera, mejicana. Hace seis meses que ha traído a su hijo. Se llama John. Tiene once años y se ha criado con su familia en Chiapas, de donde ella es originaria. Desde que vino a España, hace cinco años, solamente lo había visto tres veces. Le está costando la escolarización. Lo matricularon en un curso inferior al que le correspondía por recomendación de la Trabajadora social. Allí iba al colegio, pero su abuelo no le daba mucha importancia a las letras y la mitad de los días se lo llevaba al huerto. Eso es lo que más echa de menos el crío. Tiene don de gentes y enseguida ha congeniado con un grupo de amigos, pero en su país era distinto, estaba todo el día al aire libre, en plena naturaleza. Los animales andaban sueltos por cualquier lado y ayudaba al abuelo a darles de comer, ordeñar las cabras y a todo tipo de labores agrícolas. En Madrid, lo ha apuntado a fútbol para que entretenga en algo las tardes, pensando que le encantaría, pero se aburre, no le gusta. Además, como es malo le sacan poco en los partidos del fin de semana. Seguramente lo cambiará a natación.

La mañana siguiente vuelve a aparecer el doctor. Los alumnos se sitúan alrededor de la cama mientras se dispone a pasar consulta.

—Buenos días, Juan Francisco, ¿Qué tal se encuentra hoy? Las conclusiones del TAG no arrojan nada alarmante, todo en orden, sólo un pequeño coágulo, pero en un lugar que no es vital. Se reabsorberá sin más con el tiempo. Tiene que contarme alguna novedad. ¿Ha recordado más detalles con respecto al día del accidente o guarda la misma secuencia de los hechos? ¿Dónde nos quedamos ayer, Iker? —Se dirige al MIR que tiene enfrente.

—En la conversación que tuvo con el personal del metro acerca de si le podían proporcionar mascarillas, doctor Santana.

—Doctor, creo que lo recuerdo todo tal cual es, aunque a veces se me mezclan unas cosas con otras —dice Juan Francisco—. Pienso que lo que sucedió fue que cuando me abroncaron los empleados por no llevar mascarilla, volví sobre mis pasos. Me di cuenta de que me seguían con la mirada por si osaba dirigirme al andén y me maldije por no haberlo hecho sin más, creyendo que solucionarían mi olvido. Grave error.  Decidí   salir a la calle e ir a casa, aunque llegase tardísimo. Emprendí la retirada totalmente de bajón. Por los pasillos pregunté a los viajeros con los que me iba cruzando, pero con la boca pequeña, soy un tímido de manual. La mayoría aceleraba el paso y ni siquiera escuchaba lo que les pedía. Subí las escaleras mecánicas, atravesé el vestíbulo y, en el tramo de escaleras que conducen al exterior, es cuando me crucé con Guadalupe. Ella entraba y yo salía. La pregunté como un último intento, pero sin mucha fe. Ella me dijo que sí que tenía y me dio una. Cuando volví al interior y pasé el abono, no funcionaba. Debía ser porque había picado diez minutos antes y el sistema lo detecta, pero no había nadie para explicárselo y pedirle que me abriera y decidí, cada vez más nervioso, colarme como estaban haciendo algunos usuarios mientras yo elucubraba, para no demorar más mi llegada al taller. Unos se colaban arrastrándose por el suelo, otros pasando la pierna por encima del torniquete con agilidad. A mí se me ocurrió, ya que tengo una edad y protrusiones lumbares y cervicales, coger impulso, posar una mano encima de la barra horizontal que había a la izquierda y la otra encima del primer torno y saltar por encima. Calculé mal, o no conseguí la altura necesaria, y mi pie quedó enganchado en la patilla superior del bucle cayendo como un fardo al otro lado.  

—Fenomenal, Juan Francisco, ya lo tiene. Ha recordado casi todo, por lo menos lo más sustancial.

—Lo que pasa doctor, es que todavía se me presentan evocaciones y se me cruzan imágenes del interior del vagón y del pataleo posterior ¿Seguro que no llegué a subir al metro?

—Parece que no, pero no se preocupe, es normal. Estas percepciones pueden permanecer mucho tiempo. Una vez construido el suceso paralelo en su mente, no se desecha con facilidad. Le voy a dar el alta con un tratamiento que debe seguir escrupulosamente.

 

 

Juan Francisco está dos semanas de baja. En la empresa se han portado bien, por lo menos no se han atrevido a dejarlo en la calle en estas circunstancias. Su vida ha ido recuperando la normalidad. El único cambio reseñable es que mantiene la amistad con Guadalupe. No la ha vuelto a ver desde que salió del hospital, pero esta tarde va a ir a visitarla. Vive en un piso compartido con dos amigas y su hijo John. Precisamente va a llevar a Andrés a la cita, para que se conozcan. Son de la misma edad. Prado no va a ir. La excusa que ha puesto es que tiene mucha faena en el trabajo, pero él sabe que no le hace mucha gracia.

Cuando llegan, nada más que están ella y John en casa. Ha preparado unos sándwiches y unos refrescos para los chicos. Se quitan las mascarillas. Por primera vez contemplan sus rostros sin tapujos. Es otra de las peculiaridades que ha traído esta época. A la gente que no conocías de antes, no la has visto la cara y puedes llevarte una sorpresa, grata o ingrata, porque no se ajuste lo real a la imagen que has recreado en tu mente. Guadalupe es morenilla, nariz pequeña y respingona, labios carnosos, rojos y brillantes. Debe habérselos pintado para la ocasión. Cuando sonríe se le forman unos hoyuelos en la cara a juego con el que tiene en la barbilla. También se ha pintado los ojos y huele muy bien. No entiende de perfumes, pero este le agrada. Se ha esmerado para recibir a la visita. Dan cuenta de la cuchipanda. Cuando pasa un rato, para romper el hielo entre los chicos, Guadalupe les propone que bajen a la calle. Hace buena temperatura, seguro que allí lo pasan mejor que metidos dentro. «Llévate el balón, podéis ir al parque y jugar al fútbol», le dice a su hijo. «A las ocho aquí», le advierte Juan Francisco a Andrés.

Quedan solos en el piso los dos. Guadalupe le ofrece tomar un café después de la merienda que
acaban de zamparse. Se dirige a la cocina a prepararlo. Juan Francisco le pide permiso desde el sofá para ir hasta allí: «podemos seguir hablando mientras».
  Entra, la cafetera está en el fuego y Guadalupe pegada a la encimera esperando que suba el café. Se lo queda mirando. Juan Francisco nota cierto brillo en sus ojos y se pone colorado. Lleva un vestido entallado de color azul, estampado de flores, que realza sus curvas. El dobladillo termina encima de las rodillas.  El escote es de barco y debajo se perfilan unos pechos medianos. No se había fijado con tanto detalle hasta ahora. Está pensando que lo mejor sería volver al salón, pero ella le sigue mirando con los morritos apretados y le dice en un susurro al tiempo que realiza un ademán con el dedo índice: «ven aquí, ven, acércate, que no te voy a comer». Entra en pánico, intenta recular, pero sus pies no le obedecen y avanzan en sentido contrario. Se sitúa frente a ella y sus labios se funden con los de Guadalupe.

La besa tímidamente. Ella le devuelve el beso y le empieza a comer la boca con deseo. Las lenguas entran en contacto, se entrecruzan, los jadeos afloran, como cuando se sube una loma con la mascarilla puesta. Esto no hay quien lo pare, piensa, notando que su amigo, ahí abajo, se está poniendo morcillón.  Oye la hebilla de su pantalón chocar con el suelo. Mira hacia abajo. Sus pantalones nacen en los tobillos y yacen desparramados por las losetas. Ni se ha enterado cuando se los ha desabrochado Guadalupe, pero eso le calienta más. Busca sus pechos con la boca e intenta liberarlos al tiempo que se desprende de los pantalones mecánicamente, sacando una pernera con un pie y arrojándolos con el otro. Van a parar contra la puerta. Guadalupe introduce su mano por la parte superior del bóxer y parece que encuentra lo que busca, por la sonrisa y la exclamación que se le escapa: «¡Wow!». Juan Francisco está excitadísimo. Mete la mano por debajo del vestido buscando su sexo. Con la yema de los dedos palpa la suavidad de las bragas. Están empapadas. Guadalupe le pone las manos en los hombros y lo empuja con fuerza. Retrocede un paso, sorprendido. Ella se gira dándole la espalda, sin mediar palabra. Se dobla hacia delante descansando el torso sobre la encimera y se levanta el vestido hasta la zona lumbar. Abre la goma de las bragas con ambas manos y desciende salvando las nalgas. Entonces suelta el elástico y resbalan, piernas abajo, como si se tratase de un tobogán, hasta detenerse a sus pies. Quedan al aire y ofrecidas las tersas posaderas. Esa imagen es más de lo que Juan Francisco puede soportar. La busca por detrás con el pene erecto. Ella lo ayuda, se lo agarra y consigue embocarlo a la segunda. Rápidamente se acoplan. Empiezan un movimiento de vaivén creciente y, mientras se abandonan, se les nubla la vista y se les escapa algún gemido acompañado de exclamaciones piadosas (¡Oh, Dios!, ¡Virgen Santa!...). Guadalupe se mueve con destreza. Juan Francisco siente las nalgas poderosas rebotando rítmicamente contra sus ingles. Guadalupe acelera el ritmo. Juan Francisco no puede aguantar más, se da cuenta de que va a llegar al final y lo anuncia a voz en grito: «me voy, me voy, ¡que me voy!». Empieza a emitir chillidos entrecortados que se solapan con el pitido que produce la cafetera al salir el vapor que anuncia la subida del café. Cuando terminan, Juan Francisco se vence hacia delante apoyándose sobre la espalda de Guadalupe. La mejilla entre sus omoplatos. Se mezclan tímidamente los cabellos de ambos. Permanecen sudados en esa posición hasta que recuperan el aliento.  «Nunca pensé que lo haría con otra mujer».

Ya en el sofá, recompuestos y aseados, dialogan saboreando un par de tazas de café:

—Perdóname, Juan Francisco. Me gustas, eres muy majo, pero estás casado y no debí provocarte.

—Bendita provocación. Me halaga. Perdóname tú a mí por la torpeza, es la falta de costumbre, pero reconozco que lo que ha ocurrido, a pesar de ser maravilloso, me tiene hecho un lío. ¿Ha sonado el timbre?

—Sí, serán los niños —se dirige a la puerta para abrirles— ¿Qué tal lo habéis pasado?

—Bien, el parque es muy grande y tiene muchas cosas.

—¿Habéis jugado al fútbol? —pregunta Juan Francisco.

—Un rato, pero después hemos estado en el área recreativa. Había mogollón de toboganes, balancines y una pirámide, hecha con sogas, super alta. John ha subido hasta arriba del todo.

 

Por el camino, un torbellino de pensamientos se agolpa en el cerebro de Juan Francisco. Se entrecruzan, viran, van y vuelven. Callar lo que ha pasado esta tarde sin más. Decírselo provocando una ruptura que sabe que tendrá aristas. Andrés, la principal. Por otro lado, Guadalupe. Le gusta mucho, aparte del aspecto sexual, que tampoco hay que desdeñar. Qué hacer con ella. Seguro que le llama, pero todavía no sabe qué decirle, aunque ella afirma comprender que es un hombre comprometido, que no va a forzar más la situación y está dispuesta, a pesar de todo, a mantener la amistad, pero no va a ser nada fácil después de lo de esta tarde. Bloquearla el número sería una niñería, no le ha dado ningún motivo. Tiene miedo por lo que ha sucedido, por las consecuencias que puede traer y está hecho un mar de dudas. Lo único que tiene claro es que es un cobarde, pero eso no es nuevo. Ese rasgo de su carácter no le ha ayudado nunca ni le va a ayudar ahora. Ya en el colegio se comió bastantes pescozones y no los repelió por ser un cagao.

—¿Qué tal lo has pasado, Andrés?

—Muy bien, mamá. John es muy enrollado y hemos jugado un montón en su parque. Es grandísimo y está al lado de su casa.

—¿Y tú, que me cuentas?

—Bien, también. Guadalupe es buena conversadora. Nos ha invitado a merendar y a tomar café. Un rato agradable.

 

Por la noche se desencadenan los acontecimientos. Prado espía el móvil de Juan Francisco cuando este se acuesta, mira las últimas conversaciones y no le gustan ciertas confianzas que se toman. Parece algo más que amistad lo que mantienen. En ese momento entra un wasap de Guadalupe. «Perdona lo de esta tarde, no volverá a ocurrir, pero eres tan mono y tienes unos morritos tan apetecibles, que no me he podido contener. Qué descanses». Frunce el ceño, deja el móvil en su sitio, mientras murmura: «una buscona, lo sabía. Le va a pesar haber metido las narices donde no le llaman».

No puede dormir pensando en la conversación que mantendrá con Juan Francisco. Le dejará las cosas claras. Si continúa hablando con Guadalupe aireará los cuernos infringidos a toda la familia, amigos y conocidos. Que sepan quien se esconde detrás de esa apariencia pusilánime. Ya ha hecho un par de pantallazos reveladores. Además, pedirá el divorcio y sobreactuará en el juicio. Verá al niño por videoconferencia, cuando ella disponga. No podrá escabullirse esta vez. Tendrá que tomar una decisión.