¡Qué
Tiritona! Cada vez que rememoro aquel día —aquella noche, sería más preciso
decir—, se me eriza la piel, me quedo como destemplado durante un rato. Mi
padre lo saca a colación de vez en cuando, se pone socarrón, empalagoso, cree
que hace gracia, como si a él no le hubiera hecho mella, pero se reía poco
cuando tuvo que acudir a la parroquia, sudoroso, entre jadeos entrecortados,
para pedir que tocaran a niño perdido.
Sería
el mes de noviembre de hace un buen manojo de años. Hacía una tarde soleada. Justo
después de comer apareció mi tío por casa. Había terminado pronto su labor ese
día y había quedado con mi padre. Dijeron que por qué no me iba con ellos al
pinar a coger níscalos. Yo, deseandito,
con tal de estar fuera de casa. Mi madre puso alguna objeción. «A ver si se cae
y se da un mal golpe que este crío no ve el peligro, va siempre como cabra sin
cencerro. Las piedras están resbaladizas en la otoñada». «No va solo, no te
preocupes, le echaremos un ojo. Además, ya está hecho un zagal», dijo mi tío.
Mientras
ellos andaban en conversaciones, ya estaba yo en la puerta con la cesta y la
navaja en la mano. Nos metimos en la furgoneta, salimos de la población, circulamos
unos kilómetros por la carretera hasta que, tras una curva pronunciada a la
izquierda, la abandonamos para coger un camino que salía hacia la derecha. Era
estrecho, empinado, moteado de piedras, con grietas producidas por las
torrenteras de agua y flanqueado por pinos piñoneros. Al fin llegamos a un
claro donde dejamos el vehículo. Nos separamos,
uno de otro, a cuatro o cinco metros de distancia, cada cual con sus pertrechos
y nos dispusimos a rastrear en busca del preciado hongo.
Había
llovido bastante el último mes, la maleza estaba tupida. En algunas zonas costaba
abrirse paso entre las jaras. Sentí bajo mis pies el terreno mullido y
alfombrado de jauga. Me puse a la
tarea. Al poco me topé con un corro de alcahuetas (setas no comestibles conocidas
con ese nombre porque su presencia suele denotar cercanía de níscalos). Estos acostumbran
a estar tapados por lo que hay que estar ojo avizor a los bultos que presenta
el suelo y poseer cierta pericia escarbando primero con un palo, después con los
dedos, con sumo cuidado, cuando tenemos sospechas fundadas. Encontré unos pocos terciados. Eso me animó e
inconscientemente me fui alejando sin tomar referencias, lo que suele resultar arriesgado
en el bosque. Seguí con el pensamiento único en mi cabeza, rastreando para
intentar completar la cesta y mostrarla ufano.
Me
fui distanciando del punto de partida ensimismado con la tarea. Un retazo de intranquilidad
cruzó mi mente, levanté la vista del suelo. No tenía seguridad del lugar donde
me encontraba. «Ningún problema», pensé. «Volviendo sobre mis pasos llegaré al
punto de partida». Y así lo hice. Poco tiempo después, oí ruido de agua correr.
Era un arroyuelo que bajaba de la montaña. Este imprevisto no entraba en mis
planes. Si a la ida no había franqueado ninguna corriente de agua, cómo es que
ahora aparecía en mi camino de vuelta. Esto me produjo bajón e incertidumbre. Me
detuve a discurrir la decisión a tomar: Seguir hacia donde me dictaba la
orientación, que con el avistamiento del arroyo se demostró errónea o darme la
vuelta sin saber hacia dónde dirigía mis pasos. A lo mejor, con un poco de
suerte daba con mis acompañantes. En ambos casos no tenía ninguna certeza. Estaba
claro que me había perdido. Una tercera opción, quizás la más acertada, hubiera
sido no moverme del sitio, pero no la baraje en ese momento.
Comencé
a llamar a mis compañeros de aventura, primero con silbidos, luego a voces,
finalmente con gritos desesperados, pero no obtuve respuesta y lo peor de todo
es que estaba anocheciendo, así que decidí subir ladera arriba para ver si
desde las alturas, divisaba terreno conocido, la furgoneta o algún camino o
carretera hacia los que encaminar mis pasos. El terreno era abrupto, la
vegetación espesa, lo que dificultaba la ascensión. Dejé la cesta a medio
llenar junto a un pino por si la veían al pasar y les daba pistas de mi paradero,
pero también porque era un inconveniente añadido a mis pretensiones de subida
por los estrechos e intrincados vericuetos del monte.
Al
saltar de una piedra a otra resbalé —la que había de servirme de aterrizaje tenía
musgo húmedo en su superficie—, caí de bruces desde lo alto y rodé entre piñotas y matojos hasta que un tronco me
detuvo. Sentía el cuerpo dolorido, diferentes magulladuras, pero lo que
realmente me hizo apretar los dientes, gritar y resoplar fue la torcedura del
tobillo. No sabía si estaba roto. En pocos minutos lo tenía como una bota. Resultó
costoso incorporarme, así que andar ni por asomo. Lo único que se me ocurrió es
volver a gritar, a ver si con un poco de suerte me escuchaba alguien y venía a
rescatarme.
Cuando
agoté la potencia de mis cuerdas vocales la oscuridad era completa. Me hice a
la idea de que tendría que pasar la noche al raso. Anduve un trecho a la pata
coja, cuando me fallaron las fuerzas me arrastré unos metros hasta llegar a la
base de la piedra en la que me había resbalado. Había observado que tenía una
oquedad no muy grande pero que podía servir para protegerme del relente. Me
embutí semiincorporado, boca arriba. Subí la cremallera de la coreana, cerré la
capucha para proteger la cabeza. Me
dispuse a pasar allí la noche.
Tras
la puesta de sol los ruidos de bichos se hicieron notar y se fueron multiplicando
durante el crepúsculo. Lo mismo ocurrió con las sombras. Estaba bastante
asustado. Se oía el ulular de las aves nocturnas, pero también sonidos en el
follaje cercano, lo que apuntaba la presencia de animales en la zona. Empezaron
a oírse aullidos, de lo que me parecieron lobos, en la lejanía. Me cagué de
miedo. La noche se me iba a hacer eterna si es que lograba salir con vida de aquella,
por el frío y por las alimañas que se barruntaban por los contornos. Me
vinieron a la mente, en esa coyuntura, imágenes de familia y amigos. Recordé la
premonición de mi madre. Todo hacía indicar que mi suerte estaba echada.
Había
leído en más de una ocasión que lo peor en estos casos es quedarse dormido, así
que centré mis esfuerzos en que no me venciera el sueño. La verdad es que no
fue difícil por los temores antedichos. En casos de alta montaña supongo que
será más complicado ya que, por lo que tengo oído, la nieve y el hielo te inducen
a una inevitable y dulce somnolencia. No sabía la hora que era ni el tiempo que
llevaba extraviado, pero puedo asegurar que se me estaba haciendo eterno.
Un
desánimo angustioso me carcomía. Cuando más aterido estaba percibí un reflejo
en el valle. Esa imagen creó en mí un germen de esperanza, hizo que tensase los
músculos y mantuviese ojos y oídos alerta durante unos instantes. ¿Empezaba a
ver alucinaciones? Lo que me faltaba. Pero no. Al momento empecé a divisar luces
temblonas a lo lejos, podían ser linternas. La duda se disipó cuando llegaron a
mis oídos murmullos de gentío que se fueron haciendo cada vez más patentes. Acudían
en mi auxilio. Mi padre debió acercarse a pedir ayuda al pueblo al ver que no
era capaz de localizarme.
Traté
de gritar, pero mi garganta estaba hecha unos zorros y emitió unos gañidos
imperceptibles a medio metro. Entonces se me ocurrió coger un canto y arrojarlo
contra la roca inmensa que me servía de protección. A continuación, otro. En la
quietud de la noche sonaron como disparos. Al instante se oyó una voz: «Ha sido
por ahí». Lancé otra piedra para orientarles. En dos minutos estaban delante de
mí, con sus haces de luz, cuatro paisanos a los que reconocí. «Pielero, vaya
susto que nos has dado». Me cogieron en volandas y me trasladaron al claro
donde habíamos dejado horas antes la furgoneta. Ahora había ocho o diez coches
más. Mi padre y mi tío se acercaron haciendo pucheros. «Gracias a Dios. ¿Dónde
te habías metido?» Mi vecino Daniel cortó la conversación, me envolvió con una
manta. Nos conminó a dirigirnos al pueblo para dar la buena nueva, que el chico
se tome algo caliente, recupere la presencia de ánimo y, bajo techo y en
familia, dé las explicaciones oportunas. «Habrá que avisar al practicante porque
ese tobillo tiene mala pinta».
«Estaría
yo loco», replicó mi padre. «Si vas a despertarle a estas horas te puede formar
un espectáculo de pronóstico. Menudo pronto tiene el amigo. Que le dé unas
friegas con linimento mi mujer y mañana, al ser de día, le avisamos a ver si
puede hacerle una compostura».