Bajo
las escaleras con cuidado, procurando no hacer ningún ruido que alerte a los
vecinos y ponga en marcha el cronómetro. Franqueo la puerta de salida, cruzo la
calle con las bolsas. Allí están como siempre, uno al lado del otro, perfectamente
alineados. Marrón, naranja, amarillo, azul y verde. «Los daltónicos lo deben
llevar crudo». Me viene ese pensamiento recurrente cuando veo una gama de
colores, a pesar de que tiempo atrás, para saciar mi curiosidad, se lo pregunté
a mi amigo León. Me sacó de dudas con suficiencia. «Es acostumbrarse y tener
truquillos, te aprendes el orden como en los semáforos o en el mando de la tele.
En los contenedores no hay problema, tienen dibujitos explicativos y a veces aparece
escrita la palabra clave. Pasa lo mismo que con los zurdos. El mundo estándar no
está pensado para ellos y se acostumbran a abrir las puertas del revés, cortar
con tijeras en sentido contrario o adiestran la mano derecha para realizar
ciertas funciones que no son de precisión». Me ilustró de propina con una
palabra que desconocía, discromatopsia.
Salgo
de mi ensimismamiento y diviso en la otra acera una fila de personas, pero no me
alcanza la vista a distinguir su inicio. Seguro que es la tienda que hay al
doblar la manzana. Están separadas entre sí como cuando guardas el turno en el
cajero o realizas una gestión y, por respeto, dejas una distancia prudencial. Séptimo
día de estado de alarma y se confirman las peores sospechas. Hace diez días que
no salgo. La situación y la actitud de las personas ha cambiado diametralmente.
Permanecen en silencio. Unos consultan los móviles, otros miran hacia el
horizonte con la bolsa apretada en la mano.
Decido
dar un paseo breve, por las calles colindantes, para airearme un poco después
de tantos días metido en la gazapera. No hay que contravenir las instrucciones gubernamentales,
pero lo necesito. «Total, van a ser diez minutos», me tranquilizo para que la
infracción se diluya de mi mente. Hace fresco y se me ha olvidado la braga en
casa, así que me subo las solapas de la cazadora hasta las orejas. Las calles
están desiertas, pasa algún vehículo de vez en cuando. Veo a dos o tres dueños
de perros paseándolos. Deben ser imaginaciones mías, pero me parece que los
chuchos tienen cara de hastío. Estoy influido por los memes recibidos en el
sentido de que las familias sacan a sus mascotas a pasear por turnos y los
animales extrañan estos excesos y acaban el día derrengados.
Me cruzo con un par de
humanos sin coartada, como yo, sin bolsa, sin carrito, con las manos en los
bolsillos. Nuestras miradas se encuentran recelosas, inconscientemente ponemos
los ojos achinaos, como queriendo decir «¿No me irás a inocular el
coronavirus de los cojones, espabilao? ¡Cómo me tosas, te rebano el
pescuezo!». La madre que me parió, cómo está el ambiente. La psicosis saca
estas cosas, pero no es para menos, las noticias sobre los picos, curvas y
repuntes nos tensan y no contribuyen a dar esperanzas. Abrevio la vuelta y
alcanzo otra vez el portal tocando pomos y el quitamiedos de la escalera.
Cuando me doy cuenta ya es demasiado tarde. ¿Quién me iba a decir a mí que iba
a reparar en estos detalles? Lavado de manos exhaustivo y desinfectante para
asegurar. Todo en orden de nuevo.
Oigo
una voz inconfundible cuando ya me había apoderado del mando.
—¿No
te acuerdas de que hoy había que comprar sin falta? Son muchos días y estamos
bajo mínimos.
—El
que tiene el mando manda. Así que tienes que ir tú.
—No
me vengas con simplezas. Estaba hablado y es asunto cerrado. Además, hay que hacer
una compra en condiciones. Coge el coche y te acercas al Mercadona.
—¡No!
Pídeme lo que quieras, pero no me mandes al Mercadona con la que está cayendo y
desarmado, además. No estoy preparado para la batalla final.
—¿Cómo
puedes ser tan ganso? Anda, coge la mascarilla y no te la quites para nada.
Aquí tienes la lista.
Cuando
llego al aparcamiento, compruebo para mi sorpresa que hay bastantes vehículos,
pero no está petado. Las imágenes del fin de semana anterior eran
espeluznantes. Una nota en el ascensor comunica que sólo lo puede utilizar una
persona cada vez. Bajo los dos pisos por las escaleras y accedo al supermercado.
El ambiente se me antoja raro, cojo la lista para completarla cuanto antes. Echo
en falta algunos productos, varios palets están vacíos, pero he de reconocer
que menos de los que creía. Llego al pasillo de la leche. El vigilante de
seguridad y una pareja de edad avanzada están enfrascados en una discusión.
—Les
he dicho ya tres veces que hay que comprar de uno en uno, mantener la distancia
de seguridad.
—Nosotros
no hacemos mal a nadie— replica el señor.
—Eso
no se puede saber, pero de momento tienen que cumplir las normas, que no las he
puesto yo, las ha puesto el gobierno.
—O
sea, ¿que llevamos cincuenta años casados y nos vas a separar tú ahora, con lo
que llevamos sufrido juntos? Lo que me faltaba por ver.
Abandono
el pasillo a paso vivo, haciéndome cruces, por un lado, ante la intransigencia
que manifiestan algunos ciudadanos a la hora de cumplir las normas y, por otro,
sonriéndome ante la ocurrencia del señor. Lo que Dios ha unido que no lo separe
el segurata.
Como
en carnaval, unos llevamos máscara y otros no, pero se nota, se siente algo
raro que fluye cuando te acercas a alguien para coger cualquier producto o en
los cruces de carros. Desconfianza, temor, suspicacia, todo junto. Cuando
termino me sitúo tras la cinta que han pegado en el suelo a lo largo de la
línea de cajas. Me relaja comprobar que las cajeras no pierden el ingenio ante
la adversidad, siguen destilando humor entre ellas y con los clientes. «Le ha
tocado a usted la guapa, se tiene que fiar de mí, ya que no me puede ver la
cara».
De
vuelta al hogar entro descalzo. Desinfección, ducha, la ropa a lavar. A mí me
parece excesiva tanta prevención, pero las noticias que llegan son abrumadoras.
Para atenuar el susto y celebrar que la gymkhana ha
acabado con pocos sobresaltos preparo un brebaje a base de jugo de enebro y bebida
gaseosa azul, acompañado de unos cubitos de hielo y limón troceado, lo que
viene siendo un gin tonic. Los he llegado a tomar a cien pesetas
en el Capitol, pero entonces se llamaban medios. Otra vez vuelvo a la
nostalgia y a las batallitas de juventud. ¿Carca o Vintage? Cada generación lo
verá de una manera. Lo paladeo a pequeños sorbos. El gas sube hacia la nariz, produciéndome
un picor placentero.
Cuando
más relajado estoy, casi dormitando, suena el timbre. ¿Quién podrá ser? ¿Un
vecino que necesita alguna cosa? Los carteros comerciales estos días no se
dejan ver. «¡Chicas! ¿Podéis ir a ver quién está llamando a la puerta?» No hay
respuesta. Me toca salir del estado de letargo, incorporarme, y echar un
vistazo por la mirilla.
—Pero
abuelo, ¿hace mucho que salió?
—A
las cuatro en punto.
—Cuatro
horas fuera ¿Se puede saber dónde ha estado tanto tiempo?
—Con
mis amigos, de palique un rato mientras jugábamos a la brisca y al dominó.
—¡Pero
si está todo cerrado!
—Por
eso hemos estado al aire libre, en las mesas del parque.
—Se
lo hemos explicado por activa y por pasiva. La población está afectada por una
pandemia.
—¿Anemia?
Eso en mi época que se nos marcaban las costillas, pero ahora estáis todos hartos
de pan. ¡Menudo lustre gastan las mozas! carnes duras y prietas.
—¿Es
la sordera o la guasa que se gasta? —digo levantando la voz—. No se puede salir
de casa hasta nueva orden, lo ha dicho el gobierno y lo repiten en todos los telediarios
que, por cierto, usted se traga varias veces.
—Ah,
la tontá esa del virus. Son unos exagerados. Además, en nuestro grupo
estamos todos como robles.
—Abuelo,
que son población de riesgo y hay que tener solidaridad, si hacemos todos lo
mismo esto se puede alargar mucho. ¿No ha visto la cantidad de muertos que van
ya? ¡Me parece una frivolidad tremenda! Los que teníais que dar ejemplo sois
los peores. ¿Le voy a tener que atar?
—Bueno,
bueno, no te alborotes. A partir de mañana sólo saldré a por tabaco. ¿O eso
también me lo vas a prohibir?
—Yo
no le prohíbo nada, son recomendaciones de nuestros gobernantes, pero ahora que
lo dice sería una buena oportunidad para dejar de fumar.
—Es
lo único que me queda, lo demás, entre colesteroles y tensiones, me habéis ido metiendo
el miedo en el cuerpo y lo he tenido que orillar, pero por ahí no paso.
—Vale,
pero ida y vuelta, se lo advierto, sino no vuelve a salir.
—Pa
ti la perra chica. No puede uno ni irse un rato a que le de el aire. Yo no sé
en qué va a parar esto. Pero, entre tu y yo, esta enfermedad la han inventado
para quitarse del medio a los viejos, que cobramos y no producimos. Eso nadie
va a quitármelo de la cabeza. Por cierto, ¿qué es esa algarabía que se oye de
fondo?
—¡Casi
se me olvida! Es la hora, tenemos que salir a la terraza.
—¿Lo
de los aplausos? Lo que yo digo, parar no sabremos en que va a parar, pero que bien
se nos dan los palmoteos y los bailoteos a los españolitos. La gente no se cansa
de inventar, pero conmigo no cuentes, os espero en el salón, a ver si explican
en el parte si por fin han descubierto de dónde dimana el mal.