El
reloj marcaba las doce y media cuando nos despedimos. Más de diez minutos empleamos.
Estábamos en la etapa del embeleso, de los fuegos artificiales, pero la hora
tope que nos habían puesto nuestros padres hizo imposible apurar más.
Diez
años después puedo rememorar ese momento, aunque todavía me cuesta. Esa llamada
de su madre envuelta en sollozos me dejó como ausente. La mente en blanco. La
oía lejos, me resistía a creer. Un sudor frio y una tiritona me invadieron nada
más colgar.
—Vamos
por el buen camino, César. Ya puedes hablar de ello con cierta naturalidad, es
un paso importante.
—Yo
no quiero pasos, quiero saltos. Aunque reconozco que la presión está disminuyendo
y las crisis cada vez aparecen más espaciadas, necesito liberarme de una vez.
—Te
has comido esto sólo. Dejaste pasar mucho tiempo para ponerte en tratamiento.
En fin, nunca es demasiado tarde, pero es más costoso aliviar la carga.
—Éramos
unos niños.
—Sí,
ya lo hemos comentado. El impacto es más fuerte, si cabe, cuando todavía no se
es adulto y se está en el momento álgido de la vida. ¿Cómo era su padre? ¿Te
apetece hablar de ello?
—Creo
que sí. Era muy tradicional y de carácter fuerte. Con Paula tenía discusiones
frecuentes porque no asumía que su hija se hubiese hecho mayor. Se metía con la
vestimenta, las amistades, los horarios. Yo le decía que no entrara en
confrontación, porque no siempre era necesario y evitaría sofocos a su madre,
que intentaba mediar sin éxito. Ella opinaba todo lo contario. Los tiempos en
que el hombre sometía a la mujer por el mero hecho de serlo habían cambiado.
—Puedes
contarme lo que te comunicó en esa llamada. ¿Tienes fuerzas?
—Voy
a intentarlo. Aquella noche Paula llegó a casa media hora tarde. Eso para su
padre era una afrenta, así que empezó a abroncarla por el pasillo. Ella le dijo
que era un machista, que podía hacer lo que le diese la gana porque ya era
mayor de edad. Se bajó el tirante de la camiseta dejando un pecho al
descubierto. En él lucía el tatuaje de una Rosa. Le preguntó si le gustaba cómo
había quedado. Después se metió en su habitación. Le llamó golfa, fue detrás de
ella, se oyeron gritos, forcejeos, golpes. Después el silencio. Cuando Elena, su
madre, abrió la puerta del cuarto distinguió la ventana abierta de par en par. Su
marido estaba solo, jadeante, con rasguños por toda la cara, la mirada perdida
y el gesto crispado. Se quedó absolutamente consternada.