¡No lo podía creer! Estaba
en el ambulatorio porque me iban a hacer una extracción de sangre para una
analítica. Según me acercaba a la sala percibí cierto barullo y un corrillo alrededor
de una persona que yacía en el suelo sin sentido. Atisbé por el hueco que dejaban
dos de los curiosos. Se trataba de un varón grande de tamaño, orondo de cuerpo,
con pelo ralo canoso y muy mal color de cara. Me vino un destello cuando situé
sus rasgos, reconocibles a pesar del tiempo transcurrido. «¡Trabucodonosor!», grité sin poder
contenerme, ante el sobresalto de los presentes.
Lo había conocido en el
instituto hacía la friolera de treinta años. En aquella época la moda de los
gimnasios low cost no había llegado
ni se la esperaba. Nos llamó la atención por su complexión vikinga, sus brazos
con molletes, sus espaldas infinitas y su estatura. Era más largo que un
domingo sin dinero. Las chicas revoloteaban a su alrededor a pesar de que era
rudo de trato, poco espabilado y parco en palabras. Las más descaradas declaraban
sin ningún rubor: «si yo no lo quiero para conversar sobre física cuántica, lo
quiero para otro tipo de física». Lo de envidia sana es un eufemismo, nos daba
coraje y punto.
Fui yo quien lo bautizó
con ese apodo. Estábamos dando el tema de la dinastía babilónica y se me
ocurrió esa asociación de ideas entre su bestialidad y el antiguo rey, debido a
su dominio del territorio. Nadie osaba toserle. Precisamente por ello pasé unas
jornadas de inquietud y desasosiego ya que —aunque la ocurrencia del mote me granjeó
elogios y palmadas en la espalda—, no sería difícil que el guaseo llegase a sus
oídos. Algún lametraserillos le podía
ir con el cuento. Si llegaba a enterarse el susodicho, me daría un escarmiento.
Quiso la casualidad que el
tutor a mitad de curso y, para que la clase no se le fuese de las manos, decidiera
alternar alumnos brillantes con mediocres en los pupitres dispuestos de forma
pareada. A mí me emparejó con este zote.
Reconozco que al principio
se trató de una especie de acuerdo no escrito. Él quería aprobar las máximas
asignaturas posibles —meta inalcanzable por sus propios medios—. Yo quería
vivir sin sobresaltos en mí cotidiano deambular por las zonas comunes del
instituto. Contando con su complicidad nadie me molestaría. Yo por mi parte me
haría el loco con el copieteo. Al
tratarlo de cerca cambió mi percepción sobre su persona. Poco a poco fuimos
trabando amistad.
Me hace sonreír rememorar
la vehemencia que desplegaba para llamar la atención del profesor. Si yo
soltaba por lo bajo: «no me he enterado de la mitad de lo que ha dicho», a él
le faltaba tiempo para levantar su interminable brazo y, a voz en grito,
interrumpir al docente en su explicación «¡Profe,
profe! Aquí no nos ha llegado la onda ¿Puede repetir?» Yo, más rojo que la
grana porque ese tipo de exposiciones públicas destapaban mi timidez, pero
Trabuco —el apodo tan largo desembocó en abreviatura—, sabía que su futuro en
facetas estudiantiles dependía de mí y procuraba que nada perturbara mi
asimilación de conocimientos.
A pesar de su fama con las
chicas, su figura portentosa y su aparente simpleza y despreocupación, rascando
un poco descubrí una mente en ebullición, con varios conflictos familiares que hacían
mella en su personalidad. De ahí la fachada que se había construido como método
de autodefensa. Me costó casi un mes que se fuera abriendo, muy poco a poco,
hasta conseguir que confesara gran parte de sus angustias vitales. Padres
recién separados tirándose los trastos a la cabeza de manera continua y una
hermana con retraso de la que ninguno de los dos quería hacerse cargo. Él, en
medio de la tormenta, malmetido por ambos.
No es por echarme flores,
pero fui el principal culpable de que afrontara de una manera decidida ambos
aspectos. En el familiar actué de pseudo psicólogo. Una vez logrado que cogiera
cierto grado de confianza conmigo, mantuvimos largas conversaciones. Mas que
consejos le insuflé ánimo para que fuera capaz de hablar seriamente con sus
progenitores y les hiciera ver que estaban obrando de una manera egoísta, que
estaban haciendo mucho daño tanto a él como a su hermana, que no los debían
usar como monedas de cambio. En cuanto a la faceta escolar fue capaz de sacar —sin
grandes alardes— todas las asignaturas menos una —precisamente historia—, que aprobó
en septiembre. No se limitó a copiar, conseguí algo que no hubiera pensado
nunca: que abandonara su faceta atrabiliaria, que sólo usase su descomunal
físico en defensa propia y dedicara algo de tiempo a coger hábitos de estudio.
Este cambio llevó su tiempo y algún enganchón entre nosotros, pero me di cuenta
pronto que era un tipo noble cuyo trato merecía la pena. Nunca hay que quedarse
con la primera impresión.
Sería injusto no remarcar
que hubo contraprestación, que para mí esa amistad reportó beneficios tales como
sentirme menos cohibido al hablar en público o defender firmemente lo que creía
sin agachar la cabeza a las primeras de cambio. Parece mentira que dos personas,
en principio tan diferentes, nos complementáramos de forma tan fructífera.
El primer día del curso
siguiente lo encontré mirando el tablón de anuncios. En cuanto me vio le
brillaron los ojos. Se llegó hasta mí mientras decía con su vozarrón opaco: «canijo, ¿Dónde te metes? Te estaba
esperando para ir al aula y sentarnos juntos». «Claro Trabu, yo lo daba por descontado», afirmé.
Cuando nos entregaron las
notas de 3º de BUP lo noté algo esquivo. «¿Qué te pasa chaval? A mí no me
engañas», le comenté. «Ni lo pretendo canijo, pero me cuesta horrores contarte
que abandono el barco». A continuación, me dio las gracias por haberlo llevado
hasta allí. Había sacado todas. Ya tenía su título de bachiller. Mucho más de
lo que hubiera pensado, así que no iba a hacer COU. La universidad no entraba
entre sus prioridades. Iba a trabajar a partir de ese verano en el negocio
familiar, la serrería de su padre. En la oficina, llevando la contabilidad, aunque
en una empresa pequeña hay que hacer un poco de todo. Con gran pesar le estreché
la mano y le deseé toda la suerte del mundo.
Eran otros tiempos, no existían
los móviles. Mantuvimos correspondencia durante unos meses, pero por desidia
dejamos de hacerlo y perdimos todo contacto.
Aquel atlante que yo
conocí estaba en este momento desmadejado sobre las baldosas. Según me
relataron salió de la sala apretándose con un dedo la tirita que colocan para
cortar la hemorragia. Se había sentado en una silla y al momento se fue
escurriendo como un pez hasta desparramarse por el suelo. La enfermera lo tenía
cogido por los pies. Le subía y bajaba las piernas con suavidad. En ese momento
los cuchicheos de los espectadores se vieron apagados por la irrupción de los
acordes de una canción reconocible a gran volumen. Se trataba de Paquito el chocolatero, melodía propia
de ferias y fiestas populares. El personal comenzó a mirarse frunciendo el
zuño. La música seguía sonando cada vez más alta. Nos dimos cuenta de que el
ruido provenía del cuerpo del interfecto, probablemente de su móvil, pero nadie
osaba comprobarlo. La situación se estaba tornando más que violenta cómica, así
que me acerqué a Trabucodonosor, le introduje
la mano en el bolsillo y saqué su teléfono. En la pantalla aparecía la
siguiente leyenda: «Ana hija».
Colgué. Ya le daría su padre las explicaciones pertinentes cuando volviera en
sí. Me senté a esperar con el teléfono en la mano. A pesar de que la vida lo
había coceado físicamente, o precisamente por ello, lo que más me apetecía en
este momento era ponerme al día en las vertientes que no se perciben a simple
vista, como por ejemplo ¿Qué habría pasado en el devenir de su existencia para
ser capaz de poner ese tono de llamada tan folklórico en el móvil?